Ochenta y seis cuentos
Quim Monzo
18 julio, 2001 02:00Cualquier elemento cotidiano puede servirle al escritor como punto de partida. Todo sirve para elaborar una historia que funcionará con la precisión del relojero. Aprendió de Borges, modelo universal, que en el relato no puede sobrar una palabra, como en el poema. Pero el humor, a menudo ácido, puede subvertir la realidad. Reutiliza mitos populares bien conocidos: "Una vez más, el hijo le pide al padre que le vuelva a contar la historia de siempre: exactamente cómo el abuelo le puso la manzana en la cabeza, y cómo él fue capaz de acceder a ello sin temblar de miedo, y si es verdad que no lo tenía en absoluto" ("Las libertades helvéticas"). Puede parecer irreverente: "El hombre se levanta con los ojos iluminados, respirando agitadamente y con una resolución: revelar al mundo lo que le acaba de ser revelado" ("Vida de los profetas"). éstos son dos inicios, elegidos casi al azar, de relatos de diversas etapas de la trayectoria de Monzó. En cualquier cuento, más que en la novela, las primera líneas deben despertar -como el buen artículo periodístico- el interés del lector. Su desarrollo y final no pueden desmerecer del tono ya elegido. Monzó lo consigue. Los relatos que prefiero son los que abordan temas sentimentales, tratados siempre con gran sensibilidad. Sorprende con la exageración; pero traza sus personajes con buril. Las situaciones generales, en algunos, sustituyen a los individuos, como "Durante la guerra", por ejemplo. Puede llevarnos hasta el origen mismo del hombre y del lenguaje ("En un tiempo lejano") y hasta más lejos en el tópico de "La creación"; cuyas últimas frases son impagables: "Llegado el séptimo, Dios Nuestro Señor descansa. Luego viene Haydn y con todo esto hace un oratorio" ("La Creación").
Los Ochenta y seis cuentos son también ochenta y seis maneras. El autor no se repite. El cuento puede gustar más o menos; jamás aburre. Siempre hay tras él una sonrisa, fruto de la agudeza de su creador. A mi juicio, Quim Monzó escritor está a la altura del personaje público que ha logrado cuajar. Su realismo configura un mundo pleno de ideas, sorprendente: fuegos de artificio que configuran un mundo entre escéptico y pesimista, aunque no desesperado. Podría asegurar que es el mejor de los cuentistas peninsulares (más acertado en los breves, hoy en boga), pero el mundo del relato tiene mucho de sociedad secreta. ¡Quién sabe! No cabe duda, sin embargo, de que ha contribuido a revitalizar el género y hacer gratas las horas de lectura que reclama su libro. Quizá algunos lectores ya lo conozcan, porque no es éste el primero de sus libros que se ha vertido al castellano. Si así fuera, el placer de la relectura resultaría mucho mayor.