Image: Capa y Espada; por Fernando Fernán Gómez

Image: Capa y Espada; por Fernando Fernán Gómez

Novela

Capa y Espada; por Fernando Fernán Gómez

El escritor y actor novela la muerte del Conde de Villamediana

5 septiembre, 2001 02:00

Admirado por las mujeres, envidiado por sus rivales, Juan de Tassis, Conde de Villamediana, consiguió ser odiado por el Conde Duque de Olivares y el mismísimo Felipe IV. No fueron sus únicos enemigos: nobles y mendigos, actores y burgueses sufrieron sus burlas, sus amoríos y su desdén. Su asesinato sigue siendo un misterio. El que aborda Capa y Espada, la última novela de Fernando Fernán-Gómez, que lanza la próxima semana Espasa . Así comienza.

La noche era apacible y templada. En aquellos días iniciales de la primavera, a pesar del refrán, no zumbaba el viento marcero por las sucias, malolientes y tortuosas calles y callejuelas de la villa y corte.

Un no muy lejano ruido de espadas que se cruzaban, nada insólito, y, por el lado opuesto de la calle, unos gritos sofocados de mujer que parecían llegar desde una ventana de un piso alto, no eran motivo sino para que las dos busconas en retirada, tras unas horas de inútil espera, apresurasen el paso; y eso hicieron, camino de su posada.
El ruido de los aceros al cruzarse dejaron de oírlo a los pocos minutos, bien porque uno de los contendientes cayera o porque las busconas se hallaban demasiado lejos del lugar de la riña. No así los gritos que llegaban desde la ventana, y que alcanzaron hasta el callejón que estaba un poco más allá, por una de cuyas esquinas en aquel momento asomaba la ronda.

El alguacil detuvo a la patrulla de corchetes sin una voz, sólo con un enérgico ademán.

Muy pocos minutos antes, en el lecho de la lujosa alcoba, entre las sábanas de seda, la mujer dormía profundamente cuando creyó escuchar un ruido. Por unos instantes, semiinconsciente, dudó de si aquel ruido era real o producto de un sueño. Pero se había despertado y entreabierto los ojos.

Lanzó un grito de terror, porque, en la penumbra -a la estancia llegaba la luz de la luna desde un cielo sin nubes-, entre los descorridos cortinajes de la alcoba, divisó la figura de un hombre, un desconocido que avanzaba hacia ella.

El desconocido, en dos zancadas, llegó hasta el lecho. Con su mano derecha golpeó el rostro de la mujer, oprimió su boca, intentó sofocar sus gritos. En la mano siniestra empuñaba una daga que hincó ferozmente en el pecho de su víctima. La daga veneciana se hundió dos o tres veces más en el pecho de la esposa del acaudalado comerciante lencero Basilio Contreras, la desventurada Saturia Crespo, a quien después de la última puñalada se le acabaron las fuerzas incluso para seguir gritando.

Murió sin confesión, lo peor que podía sucederle. Y según las malas y buenas lenguas de los que la conocían bien, no andaba escasa de pecados.

El asesino se da a la fuga

Concluida su faena, el agresor saltó por la ventana, con agilidad hija de la costumbre, no sin antes arramblar con las joyas -collares, ajorcas, pulseras, pendientes- que la bella Saturia había lucido aquella tarde sobre su apetitoso cuerpo en el sarao de su amiga doña Laurencia, marquesa de Tresmonteros.

La sangre de la desdichada víctima resbalaba por las joyas y manchaba la ropilla del asesino, mas aquello no le inquietaba, pues, hombre ducho en tales menesteres, sabía que aquella sangre no sería visible en la desolada, oscura y deshabitada -hasta cierto punto- noche de la ciudad, cabeza de tantos mundos.

Sí le inquietó un punto el ruido que escuchó tras dejarse caer desde la ventana a la calle. Era el inconfundible ruido de las pisadas de la ronda. Y sonaba demasiado cercano. De sobra conocía el asesino los recorridos habituales de las tres o cuatro patrullas, mas debió de cometer aquella noche algún error, pues ahora las pisadas, cada vez más apresuradas, venían del cercano callejón, al que sin duda habían llegado los sofocados gritos de la víctima.

Ninguna razón había para, al darse a la fuga, elegir la derecha o la izquierda; en ambas direcciones tenía las mismas posibilidades de ser atajado por los corchetes, las lucecillas de cuyos faroles divisó al fondo del callejón.
Sin ningún razonamiento, mascullando una blasfemia entre dientes y confiándose al azar, tiró hacia la derecha.
No fue éste el único hecho sangriento de aquella noche madrileña, en la que, como en cualquier otra de la villa y corte, abundaron las muertes violentas, los latrocinios, los desafíos, los ajustes de cuentas, las estúpidas y a veces mortales riñas de borrachos, las venganzas por terceros y a precio fijo o con previo regateo -entre los sicarios había grandes diferencias de precio y de prestigio-. Un hidalgo despertó en la noche al sentir puñaladas en la almohada, y era que su propio criado intentaba lanzarle golpes mortales por haber recibido una reprimenda; otro, mientras rezaba a la puerta de una iglesia, allí mismo fue atacado, robado y muerto; la noche anterior, una dueña, al verse acometida por facinerosos cuando regresaba a su casa, se acogía al Santísimo, y en la misma sacristía fue asesinada por robarle los dineros que llevaba en la faltriquera. En las dos últimas semanas habían ocurrido ciento diez muertes violentas de hombres y mujeres; muchas, personas principales. Pero fue la muerte de Saturia Crespo el suceso que produjo más abundante cosecha de comentarios en los diversos mentideros, las losas, San Felipe, el de representantes, y en los estrados de la gente empingorotada, por ser el mercader Basilio Contreras hombre muy conocido y respetado, sobre todo por sus riquezas, y la víctima, mujer en el cenit de su hermosura, admiradísima y conocidísima por galanes, seductores y ladrones de honras. Entre los cuales, según los malpensados -no por ello necesariamente equivocados-, se hallaba el mismísimo rey de las Españas, el incontinente y jovencísimo cuarto de los Felipes.

A la mañana siguiente, tanto en las losas de palacio como en las gradas de San Felipe, junto a la Puerta del Sol, como en el mentidero de representantes, en la calle de León, se llevaba la palma de los comentarios la muerte sin confesión de la pecadora doña Saturia Crespo de Unzueta, desventurada esposa tantas veces infiel del desdichado, a pesar de su gran fortuna, mercader Basilio Contreras.

Varias zonas oscuras hallaban en todo lo que hasta el momento se sabía los comentaristas, los curiosos, los aficionados a resolver misterios -tan abundantes en la villa y corte, los misterios y los aficionados a resolverlos-, incluso los que alardeaban de enterados, de abrevar en fuentes más o menos secretas.

¿Por dónde había entrado el asesino?

¿Por la misma ventana por la que salió?

¿Estaba abierta la ventana, a comienzos de la primavera?

¿Había forzado la puerta o utilizado una llave maestra o una ganzúa?

¿Cómo había conseguido llegar hasta la alcoba del matrimonio sin que ni el marido ni la esposa oyeran ningún ruido?

¿Por qué sabía que las joyas estaban al alcance de cualquiera, y no en un cofrecillo bajo llave, como era costumbre?

¿Por qué estaba sola doña Saturia cuando el asesino la apuñalaba?

¿Por qué un ladrón, que podría conformarse con el riquísimo botín, se había arriesgado a cometer un asesinato?
Algunas de estas preguntas fueron respondidas durante la mañana. Y hubo quien al enterarse de alguna de las respuestas en las losas o en San Felipe corrió hasta el mentidero de representantes para divulgar su información y presumir de su conocimiento. Y quizás al mismo tiempo otro enterado corría desde el mentidero de representantes hasta cualquiera de los otros con el mismo fin.

Llegaron noticias del interrogatorio al que se sometió al mercader lencero y a dos busconas que, mientras se retiraban después de una mala noche -mala no por la temperatura agradable, sino por falta de trabajo-, oyeron gritos de mujer sofocados, pero, según dijeron, más que a agonía los atribuyeron a fornicación, y si apresuraron el paso, fue por el ruido de las espadas.

No llevó mucho trabajo el caso al alcalde de casa y corte, al alguacil mayor de la villa y al primer alguacil de palacio, Pedro Verger, de quien el lector, si es paciente, pronto sabrá algo más. Tras la somera inspección de ojos que los corchetes llevaron a cabo a primera hora de la mañana, se supo que el ladrón había entrado en la casa sirviéndose de una llave maestra, lo que él mismo confirmó, pues, tras no muy larga persecución, fue capturado por la patrulla la misma noche del suceso.

No tardó mucho en confesar ni los defensores del orden en interrogarle, pues uno y otro eran viejos conocidos. él era Felipe el Zurdo, ladrón, espadachín, sicario, y creía saber bien lo que le convenía. Ellos, los defensores del orden y de la justicia, quizá se habrían ensañado con un hombre apacible y justo que, en un momento de inconsciencia, tal vez arrastrado por una pasión insana, hubiese cometido cualquier fechoría, mas ¿por qué ensañarse con el profesionalísimo Felipe el Zurdo que, si en esa ocasión le había tocado la de perder, en otra podía tocarle la de ganar? Era un malvado, un asesino, pero no un hombre despreciable, sino muy útil según el negocio de que se tratase.

Dos o tres días después de la noche de autos, aún seguían existiendo para los curiosos zonas oscuras en cuanto a los pormenores del hecho, pero cada vez menos. El ladrón y asesino, Felipe el Zurdo, había conseguido llegar hasta la alcoba sin que se oyeran sus pasos porque él era un gran profesional que dominaba a fondo todos los requisitos de su oficio, y sabía andar de puntillas y también sortear los lugares en los que podía crujir la madera o temblar una baldosa. Doña Saturia, al irse a la cama, no guardaba sus joyas en un cofrecillo bajo llave, conforme a la costumbre entre las damas de su posición, porque era para todo una descuidada, sin ninguna afición al orden ni a la limpieza, y bien que su marido se lo reprochaba.

Una de las zonas más oscuras, de las preguntas más repetidas en aquellos dos días: ¿por qué estaba doña Saturia sola cuando el ladrón y asesino llegó a la alcoba?, tenía una respuesta, que si en principio parecía dificilísima, casi impenetrable, era bien sencilla: el rico mercader Basilio Contreras había bajado al patio a hacer sus necesidades en vez de utilizar el bacín, porque a su esposa le molestaba el mal olor.

última pregunta sin responder: ¿por qué un ladrón que podía conformarse con el riquísimo botín, se había arriesgado a cometer un asesinato? A los dos o tres días, aunque por aquellas fechas aún no existían los Avisos ni las Noticias (faltaban muy pocos años), ya todo Madrid lo sabía: Felipe el Zurdo había obrado como sicario del mercader Basilio Contreras, harto ya del peso de los cuernos que su bellísima esposa le ponía.