Image: El desbarrancadero

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Novela

El desbarrancadero

Fernando Vallejo

26 diciembre, 2001 01:00

Fernando Vallejo

Alfaguara. Madrid, 2001. 197 páginas, 1.950 pesetas

Aunque algunas personas cuyo criterio aprecio me habían recomendado la lectura de Fernando Vallejo, hasta ahora no había encontrado la ocasión de hacerlo. De resultas de un primer encuentro con el escritor colombiano he de lamentar que no se haya producido antes. Se trata de un narrador hondo y conmovedor; personal por su mundo de pesadilla, por su estilo de impactante ductilidad y por una técnica que fracciona el relato con unos magníficos resultados.

La voz del título (despeñadero), alude a la constante de la obra, la muerte; o mejor, a una situación que la propicia, el espacio donde van a parar los individuos y el país que se despeñan en esta dura fábula visionaria. No resulta fácil explicarla, a causa de la confluencia de distintos motivos parciales y de la ruptura de las convenciones narrativas.

Habla un narrador en primera persona, que invita a identificarlo con el propio autor y hace sutiles bromas a costa de la perspectiva decimonónica al estilo de Zola. Pero también él domina al completo la historia, y la juzga con un subjetivismo apasionado. Este moderno Savonarola no actúa movido por elitismo de clase ni por conservadurismo moral. Lo que pudiera parecer misantropía tiene su base en la rabia de un testigo que habla movido por el dolor. De ahí la terrible grandeza de un alegato inmisericorde que se desarrolla a partir de una situación concreta, un recorrido por los integrantes de una familia colombiana que tiene, según el narrador, por lo menos 1.500 genes desajustados.

Hay un perfil degradatorio un poco excesivo en el retrato de la familia: la madre, apodada Loca, egoísta y arbitraria, un hermano con sida, drogadicto y homosexual, lo mismo que el propio narrador, hasta dar una tropa suelta de "locos, imbéciles e irascibles". Esta galería dostoievskiana va surgiendo al hilo de la evocación de la muerte de un hermano y del padre y desde un estado del narrador voluntariamente ambiguo: como quien revisa el pasado desde su condición de ya difunto.

De este original emplazamiento del narrador procede la atmósfera un tanto onírica del conjunto del relato, que se refuerza con un sentido histórico muy preciso y a la vez con rasgos intemporales. El efecto global del relato depende asimismo de otros certeros recursos. No es el menos efectivo la variedad de registros del humor. Igual de notable resulta la mezcla de testimonio y cultura. A estos procedimientos debe añadirse el empleo del idioma con una extraordinaria creatividad verbal. Con todo ello se conforma una especie de discurso meándrico, disperso, tal vez un poco prolijo.

La amarga homilía del narrador tiene un primer alcance existencial, pero, además, al desparramarse sobre una realidad histórica concreta, el país natal del autor, se convierte en una vigorosa denuncia nacional. raras ocasiones, rozado más a menudo por el ala del milagro.