Image: La soñadora

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Novela

La soñadora

Gustavo Martín Garzo

30 enero, 2002 01:00

Gustavo Martín Garzo. Foto: Mercedes Rodríguez

Areté. Barcelona, 2002. 248 páginas, 18 euros

La obra narrativa de Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948) tiene, casi desde sus comienzos, un sello inconfundible. El autor vallisoletano posee un marcado estilo propio -lo que no puede afirmarse de muchos otros escritores coetáneos- que, a fuerza de rigor estilístico, logra compensar a veces la endeblez de unas historias poco variadas en las que casi nunca sucede nada interesante, salvo la propia tensión de la escritura para dar consistencia a lo narrado.

En La soñadora, como resume la nota de contracubierta, "Juan Hervás regresa a su pueblo natal después de recibir la noticia de la muerte de Aurora Ventura, su amiga de infancia y amor de juventud". Esta síntesis deja entrever lo esencial de la historia: un relato evocativo que trata de reconstruir el paraíso perdido de los años juveniles del personaje. No se adivina originalidad alguna en el planteamiento, y tampoco lo hay en el conjunto de la historia, con los amores paralelos -si bien distantes en el tiempo- de dos mujeres que, cada una por su lado, ven truncarse su aspiración a la felicidad. La relación entre Adela y Monzó, rota después de un accidente de discutible lógica narrativa, tiene su correlato en la historia juvenil de Aurora y Juan, igualmente deshecha por las circunstancias. El paralelismo entre ambas, que incluye los finales desdichados de las dos mujeres, se acentúa por la misma disposición del relato. El lector va conociendo la historia de Adela, mediante sucesivas analepsis, a partir del relato hecho por doña Manolita a los niños Aurora y Juan, mientras que la historia de éstos la evocan ellos mismos, o mejor, la evoca Juan en un diálogo intermitente -a menudo puro intercambio de monólogos- que sostiene con el espíritu de Aurora, que surge cuando ésta ya se ha quitado la vida.

Se entienden los deliberados paralelismos y las correspondencias, pero la presencia de la antigua amada muerta no es precisamente la mejor solución técnica para revivir los hechos pasados, ni siquiera teniendo en cuenta el estado febril de Juan. La construcción, un tanto trabajosa, deja, sin embargo, espacio para algunas escenas bien resueltas, como la del Casino -detrás de la cual reconoce el propio autor "la sombra de G. Simenon"- y las que cuentan el asedio a que don Nazario somete a Aurora. El trasfondo psicológico de los personajes- sobre todo el de Adela, esbozado con sutileza- aparece demasiadas veces confiado a la voz vicaria de doña Manolita, que, al actuar como los personajes confidentes del teatro, narra e interpreta a la vez, compensando así el escaso relieve de la información que se deriva de las acciones narradas y que tampoco se incrementa añadiendo sin más a la historia rasgos truculentos, como todo cuanto se refiere al personaje de Luisín, la enfermedad de Tomás, la ceguera de don Nazario, la muerte violenta de la niña o el final de Aurora y su sobrino.

La prosa de Martín Garzo, por lo general cuidada, no acaba de librarse de algunos peligros. Hay fórmulas inertes y tópicas: "viven un apasionado romance" (pág. 172), "viajaba mucho por motivos de trabajo" (p. 11), "conocía el cementerio como la palma de su mano" (p. 16), "donde tenían lugar [...] los grandes eventos" (p. 41); contaminaciones de modas rechazables: "hizo todo lo posible por autoconvencerse..."(p. 188, con prefijo parasitario y superfluo), usos de "impávida" (p. 26, por ‘impasible’), "prácticamente" (p. 171, por ‘casi’), "climatologías" (p. 228, con plural incluido), "no era su problema" (p. 190, por "no era asunto suyo"), "[se enteró] a través del periódico" (p. 248). Las cosas no suceden, ocurren, son, se celebran, sino que "tienen lugar", sea la guerra (p. 20), la conferencia (p. 27), los actos académicos (p. 41), la revolución bolchevique (p. 57) o el viaje (p. 72), entre otros hechos. Algunas afirmaciones parecen innecesarias: "El aire era transparente" (p. 27); "las aguas [...] estaban heladas debido a las bajas temperaturas" (p. 11). Otras, confusas; es imposible saber, por ejemplo, qué significa que las ramas de unos chopos se agiten "de una forma sombría" (p. 196) y extraño el símil "el silencio pesaba sobre ellos como la sombra de un árbol" (p. 24), donde una forma verbal como "se extendía" habría sido más procedente. También resulta sorprendente, por imprecisa, la frase "no tendría más de dieciséis años y, si bien no era todavía una mujer..."(p. 81), lo que desmiente la lógica y, sobre todo, el comportamiento inmediato del personaje. Le convendría al autor revisar estos deslices, lo mismo que ciertas afirmaciones totalizadoras: "Los corros de ociosos [...] buscaban la sombra o la solana mientras charlaban apoyados en las columnas o las paredes" (pp. 73-74). Los lugares de búsqueda no pueden ser otros, y en cuanto a la postura para charlar parece artificialmente limitada. Descuidos como éstos empañan una prosa de buena calidad, merecedora de una vigilancia más rigurosa.