Image: Los mares del miedo

Image: Los mares del miedo

Novela

Los mares del miedo

Antonio Gómez Rufo

6 marzo, 2002 01:00

Planeta. Barcelona, 2002. 406 páginas, 18 euros

La novela histórica, tan de moda, se está convirtiendo en un cajón de sastre donde cabe todo lo que el ingenio fabulador imagine. Ha llegado al extremo de que lo único imprescindible en ella es el emplazamiento de la acción en un tiempo anterior al actual. El pasado sirve de trampolín para hablar de cualquier cosa y con cualquier finalidad; se utiliza, de hecho, y paradójicamente, como soporte de una temática intemporal.

Esto último es lo que hace Antonio Gómez Rufo en Los mares del miedo, y conviene subrayarlo porque su meta no está en la reconstrucción fidedigna del tiempo que discurre entre 1576 y 1616. No faltan noticias verídicas acerca del lugar principal de la acción, Madrid; ni datos relevantes útiles para marcar el progreso de la fábula (los monarcas, Felipe II y III, que aparecen en la obra; los sucesivos Papas romanos; el efímero traslado de la Corte a Valladolid; la expulsión de los moriscos); ni la presencia de la Inquisición; tampoco se deja de anotar la salida del Quijote, cuyo original lee con placer el joven narrador.

No será, por otra parte, casual que el 23 de abril de 1616 nazca una niña que viene a representar la cadena de la vida y que en ese mismo año, el del fallecimiento de Cervantes, muera el protagonista enajenado por sus pesquisas y sus lecturas. Se trata, pues, de un marco sugestivo, dispuesto para tratar de otros asuntos nada condicionados por el verismo histórico. Lo de menos es algún anacronismo, sobre todo expresivo. Lo de más es que antes que aquella época áurea sentimos el planear de actitudes o comportamientos de la nuestra.

Don Fernando, el noble caballero de quien trata la novela, primero evoca la imagen de un psicólogo o psiquiatra que la de un científico de antaño consagrado al estudio, la filosofía, la alquimia y la medicina. Su empeño está en curar el miedo de las almas, que atribuye al misterio de la muerte. Desde ahí, la novela se dilata en refle-
xiones sobre el origen de la vida y la cualidad lineal o circular del tiempo. Y aborda, en términos a ratos especulativos, la quimera de la inmortalidad. Asuntos todos ellos, como se ve, de corte trascendente, tanto como el otro doble motivo, el amor y el desamor, en el que se diluye este conjunto de problemas.

Para tratar esta suma de cuestiones, Gómez Rufo dispone un relato en orden cronológico presentado como una evocación en primera persona a cargo de un ahijado de don Fernando. Algo recuerda la forma a la picaresca, pero su modelo real también está en nuestra cercanía: una mezcla de narración de intriga y aventuras, con su suspense, sus buenos y sus malos, y la intervención siempre tenebrosa del Santo Oficio. Se añaden por este camino nuevos elementos: la lealtad y la traición, la intransigencia, el oscurantismo. Y no termina aquí el entramado de preocupaciones de la novela: mucha de su materia descansa sobre un debate clásico, la contraposición entre ciencia y vida, conocimiento y acción.

La gavilla de circunstancias, personajes e inquietudes enumerada asegura, por sí misma, y siempre que se trate con destreza, el interés de una novela de este tipo. Y eso ocurre. Salvo las reservas que merecen varios detalles (el prudente don Fernando a veces resulta un temerario; alguna anécdota parece poco verosímil), el argumento se sigue con curiosidad. Sobre todo porque aún falta por destacar el otro elemento mayor de la obra, la hermosa y compleja historia de amor entre el caballero y una dama, Clara, madre de su ahijado.

Esta historia de amor le da encarnadura emocional a la novela. Hay en ella idealidad, y ternura, y drama intenso. Hasta la tesis ahí escondida -la eternidad radica en el amor- funciona por su fuerza trágica, por la verdad del desamparo de Clara. Por eso cuando la chica fallece la novela empieza a hacerse monótona y reiterativa. Gómez Rufo tendría que haber jugado a fondo esa veta de un amor un poco visionario, exaltado y triste, bien tramado, además, en un singular triángulo sentimental. Los mares del miedo mantienela atención hasta el extraño y algo rebuscado desenlace, pero sin la misma garra que antes de que la enamorada muera.