Image: El guitarrista

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Novela

El guitarrista

Luis Landero

13 marzo, 2002 01:00

Tusquets. Barcelona, 2002. 322 páginas, 16 euros

La nueva novela de Luis Landero -Alburquerque (Badajoz), 1948)- arranca de un modo que desata la primera conjetura en el lector: "Hace mucho tiempo (cuando yo ni siquiera sospechaba que algún día llegaría a ser escritor) fui guitarrista".

El uso de la primera persona en toda la narración, así como el hecho de que la historia incorpore algunos sucesos que figuran en la biografía del escritor, induce a pensar que El guitarrista encierra ingredientes propios de la narración autobiográfica, y que tal vez se mantiene en esa sutil frontera entre lo literario y lo histórico que invita al lector indistintamente a leer la ficción como realidad o la realidad como ficción. De este modo se provocan lecturas tergiversadas, que enfocan el texto como una obra en clave cuyo principal interés residiría en el juego de identificar las diversas pistas que la obra ofrece para reconstruir el itinerario biográfico del autor. Esto es, en cualquier caso, secundario. Lo importante de la novela El guitarrista no es la posible coincidencia de su historia con experiencias personales del autor, sino su cohesión constructiva y la densidad de sus personajes, porque, sean o no verdaderos los hechos narrados, han sido convertidos en materia literaria, y exigen una lectura adecuada a su naturaleza artística.

El guitarrista es la historia de Emilio -en realidad, la prehistoria, porque recoge la etapa del personaje adolescente-, que, siendo aprendiz en un taller mecánico, compagina su trabajo con los estudios en una academia. El encuentro con su primo Raimundo, que acaba de volver de París y cuenta una historia de vida bohemia y de éxitos como guitarrista, abre en el horizonte incierto de Emilio perspectivas y afanes insospechados. No sabremos nunca si el proyecto de seguir los pasos de su primo se realizará o no, porque la novela termina cuando Emilio se dispone a trasladarse a París. Detrás quedan los hechos relatados en la novela: la historia de Raimundo; el aprendizaje de la guitarra por parte de Emilio; la penuria económica de su madre, que se defiende haciendo trabajos de costura y realquilando a veces una habitación del piso; la grotesca gira de unos cuantos artistas jóvenes en la que se embarcan Raimundo y Emilio; la extensa historia de don Osorio y su mujer...

Todo se halla muy vivamente narrado, con fuerza expresiva, con extraordinaria capacidad para alargar las situaciones, para demorar su desenlace y crear expectación en el lector. Los hechos más insignificantes cobran inesperado interés -signo inequívoco de la presencia de un novelista auténtico-, gracias a que el modo de contar les inyecta vivacidad y frescura sin perder atención a los detalles significativos de la indumentaria o del escenario de los hechos. Incluso los objetos y las acciones adquieren con facilidad valores representativos más allá de su denotación inmediata. El relato va dejando el camino lleno de interrogaciones que son otras tantas historias posibles. ¿Qué hay de verdad y qué de fantasía en las andanzas de Raimundo en París? ¿Existió alguna relación oculta entre Rodó y la madre de Emilio? ¿Qué mujer se acuesta junto al muchacho y lo perturba con su proximidad la noche en que tienen que amparar a varios emigrantes? ¿Acaso la propia madre? Y por último: ¿es cierta la compleja historia de la seducción de Adriana o, por el contrario, es todo una artimaña del marido que convertiría el episodio en una variación de la historia cervantina del curioso impertinente? No hay soluciones a los enigmas porque Emilio va descubriendo la vida a trompicones, moviéndose entre mentiras y verdades, aprehendiendo parcialmente la realidad, es decir, incorporando a su experiencia bosquejos de novelas posibles. La historia de Raimundo es una de ellas ("¿Te va gustando mi historia, primo? ¿A que parece una novela?", inquiere [pág.56]); la de Rodó y sus aspiraciones literarias -acaso una pizca desequilibrada con relación al conjunto, pero importante en la formación de Emilio-, otra; y no digamos la de don Osorio y Adriana, que responde incluso a un conocidísimo modelo narrativo. Nada garantiza la veracidad o la fantasía de estos relatos, como tampoco la narración de Emilio, que los engloba a todos.

La caracterización de los distintos personajes, incluso de algunos de función secundaria, como Claudio Burguillos y doña Manuela, hace de ellos tipos auténticos y no perfiles acartonados. Por ridículos que a veces puedan antojársenos, como sucede en el caso de Rives y su alocada gira, la mirada profundamente compasiva del autor los humaniza, los convierte en pobres seres dignos de piedad que tratan de superar la mediocridad de sus vidas grises y mortecinas. Otros autores convertirían estas historias en cuadros grotescos; Landero conmueve con ellas y estimula en el lector la comprensión y la solidaridad. El desamparo y la soledad de estos personajes que buscan desesperadamente un asidero sentimental están esbozados con una delicadeza insólita que hace de ellos figuras perdurables. Rodó afirma en una de sus conversaciones con Emilio: "Un escritor es, más que nada, alguien que posee el don del asombro y sabe transmitirlo. El don de singularizar lo que ve" (pág. 231). Es exacto, y Landero posee dosis elevadas de ese bien escaso.