Image: Los impostores

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Novela

Los impostores

Santiago Gamboa

8 mayo, 2002 02:00

Santiago Gamboa. Foto: Mercedes Rodríguez

Seix Barral. Barcelona, 2002. 349 páginas, 17 euros

Como en El fuego de San Telmo, la novela de José Baena, ésta del colombiano Santiago Gamboa (1965) centra su historia en la búsqueda de un manuscrito que interesa a grupos y personas muy diferentes. Pero, así como Baena convertía la trama en un alegato contra el fanatismo, a Gamboa le han interesado más las peripecias y el trazado de los personajes, la convergencia de las acciones y los componentes humorísticos.

Los impostores no intenta transmitir un mensaje trascendente, sino, a lo sumo, ironizar sobre la vanidad del ser humano, rebajar un poco la hinchazón de algunos grandes conceptos y, sin duda, entretener al lector con una intrincada red de sucesos, a medio camino entre Graham Greene y John Le Carré, tejida con destreza y en la que los modelos literarios -y a menudo su parodia- desempeñan un papel esencial, e incluso proporcionan pistas para resolver el misterio, como sucede con el libro de Pierre Loti, porque la literatura, presente en citas, recuerdos y conversaciones, es un motivo recurrente en la novela. Lo mejor es el perfil de ciertos personajes, muy en especial el del peruano de origen chino Nelson Chouchén Otálora, profesor en una Universidad norteamericana y eterno aspirante a celebridad literaria. El capítulo 5 de la primera parte, titulado jocosamente "Podrá no haber peruanos pero siempre habrá poesía" y dedicado a presentar al personaje en el marco del campus universitario en el que se desarrollan sus actividades antes de emprender su viaje a China, revela una gran capacidad para la sátira y la caricatura divertida que no dejará indiferente a ningún lector. Junto a él, los caminos paralelos del sinólogo alemán Gisbert Klauss y del periodista colombiano Suárez Salcedo -también muy precisamente diseñados- sustentan la fantástica historia de la búsqueda del manuscrito perdido de Wang Mian, adoptado como doctrina sagrada por la sociedad secreta de los Yi Ho Tuan y cuyo hallazgo podría reavivar la violencia de los antiguos Boxers.

La misma plasticidad en el retrato de personajes se manifiesta en otros tipos secundarios que van cruzándose con ellos en Pekín, ciudad descrita de primera mano, como cabía esperar de quien es autor de un libro de viajes titulado Octubre en Pekín. Cada uno de estos individuos se manifiesta con su singular contorno y con su historia: el librero represaliado, el proctólogo brasileño que acude a un congreso y su colega la cubana Omaira Tinajo, Zheng -especie de James Bond sacerdote que reconoce que todas sus energías "están consagradas a Dios" (pág. 178)- o el reverendo Oslovski, capaz de dirigir complicadas operaciones estratégicas sin renunciar a las armas. Es también notable el oído de Gamboa para los diálogos, su habilidad para intercalar en los parlamentos rasgos que permiten singularizar el habla de la cubana, la del profesor peruano o el vacilante español de Klauss. En muchos aspectos, pues, Los impostores es una novela repleta de inventiva, escrita con buen ritmo, propia de quien sabe narrar seleccionando los ingredientes más eficaces. Cada información encaja poco a poco en un mosaico donde nada queda confiado al azar -véase lo que se va conociendo acerca de la tortura infligida al ayudante de la iglesia católica en Pekín en las páginas 54-55, 154, 192- y en el que incluso el autor se permite el guiño de repetir un breve diálogo en dos momentos diferentes -págs. 189 y 191- por el hecho de que ambos corresponden a las perspectivas de los dos personajes distintos que intervinieron en él. Y no sólo la literatura constituye buena parte de la materia prima de Los impostores. También se halla presente el cine, que aparece con frecuencia en el modo fílmico de narrar, pero también en continuas referencias explícitas, en algunos pasajes concretos, como el tiroteo final, y hasta en alusiones intertextuales, como la que se desliza en la escena postrera entre Nelson y la prostituta Irina (p. 344) y que se vincula con las palabras que cierran Viridiana.

Recorre Los impostores ese gusto por narrar que anula cualquier conato de fatiga o hastío en el lector, lo que no deja de ser una virtud, aunque algunos puedan considerarla de segundo orden, olvidando que la novela tiene, antes que otras misiones, la función de entretener. Su falta de pretensiones trascendentes, el hecho de que el autor haya renunciado a profundizar en ciertos aspectos -piénsese en lo que hubiera dado de sí el aprovechamiento debido de la resolución tomada al final con el manuscrito- podrá hacerla olvidable con el tiempo, pero no borrar el placer de la lectura.