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Los juegos feroces
Francisco Casavella
3 octubre, 2002 02:00Francisco Casavella. Foto: Archivo
Francisco Casavella nació (con el nombre de Francisco García Hortelano, por cierto) en el Barrio Chino de Barcelona en 1963. Ha publicado las novelas El triunfo (Versal, 1990), ambientada en el casco antiguo de la Barcelona olímpica; Quédate (Ediciones B, 1993), una novela juvenil, a la que dice querer "como a un hijo tonto"; El secreto de las fiestas (Anaya, 1997), también juvenil; y Un enano español se suicida en Las Vegas (Anagrama, 1997), que transcurre en su Barrio Chino. Dice que "ya no tengo que inventarme nada, porque ahora me cuentan las historias". También la verdad se inventa.
Los volúmenes o partes siguientes deberán reconstruir la evolución del adolescente Fernando, su progresiva inserción en la sociedad barcelonesa, su relación con Neyra y el mundillo de las finanzas, de los oscuros intereses políticos y de las grandes estafas... Será, sin duda, un amplio fresco de la vida barcelonesa a lo largo de los años posteriores a la transición política. Salvando las distancias, el proyecto de Casavella recuerda los propósitos que se forjaron, para distintas épocas, otros autores catalanes, como Ignacio Agustí con "La ceniza fue árbol" o Gironella con Los cipreses creen en Dios y sus continuaciones.
Fernando y Pepito el Ye-Ye, dos adolescentes suburbiales de la montaña de Montjuïc, deambulan por un inframundo de chabolas, vertederos, burdeles nauseabundos y lodazales en busca del Watusi, un matón a quien el peligroso clan de Celso acusa de haber asesinado a la hija del cabecilla. El desenlace de la inútil búsqueda está ya anticipado al final del capítulo 1, de modo que no es este aspecto de la historia -la incertidumbre acerca de la suerte del Watusi, ni siquiera su presunta culpabilidad- lo que importa primordial- mente en Los juegos feroces, sino el viaje mismo de los dos muchachos, el conjunto de peripecias que van jalonando su búsqueda y, en el caso de Fernando, su descubrimiento del mundo adulto, que equivale a una súbita maduración. Porque, más allá de la pura anécdota, lo que sucede en el llamado "día del Watusi" es un viaje de iniciación. Así lo reconoce Fernando al comenzar el capítulo 2: "Ese día vi un muerto (y hasta dos) por primera vez. Fue el de la iniciación al asombro sexual [...] Aquella misma noche, casi sin dormir [...], supe con seguridad que había descubierto la violencia [...] ese día no me resolvió como persona; me planteó como persona de modo convulso".
El marco estructural de la historia que se desarrolla en el ámbito temporal de veinticuatro horas y tiene como actores a dos personajes muy distintos que van de un lado a otro es, claro está -y de nuevo conviene añadir: mutatis mutandis-, el del insoslayable Ulises de Joyce, e incluso podría advertirse cierta correspondencia funcional: Pepito el Ye-Ye y Fernando equivaldrían, respectivamente, a Bloom y Stephen Dedalus. Pero aquí conviene interrumpir las analogías. Casavella es el recreador de los suburbios barcelo- neses, de tipos desarraigados, de gentes míseras, de pícaros y estafadores de poca monta, de busconas retiradas; como han hecho, con distinta fortuna, Francisco Candel o Juan Marsé, Casavella hurga en el reverso de la Barcelona luminosa y próspera hasta ofrecer un cuadro sombrío y descarnado -no exento de ocasionales detalles de humor- de un escenario que a veces llega a ser alucinante, como sucede en las escenas de la embarcación, o en la entrada a La Alameda, que parece la versión moderna de un descenso a los infiernos. La variedad de registros idiomáticos del narrador y la destreza con que Casavella suele componer los diálogos son virtudes sólidas del escritor, y también la habilidad para crear ambientes y su concisa y desnuda forma de narrar, sólo empañada a veces por algunas digresiones innecesarias. Todo sucede como en una nebulosa, como si las informaciones fueran siempre inseguras, y todo está rodeado de enigmas y misterios que no acaban de explicarse siempre, porque, a fin de cuentas, el descubrimiento acelerado del mundo que efectúa Fernando en el "día del Watusi" deja muchas cuestiones en el aire, empezando por las actividades de su propia madre.
Tal como se presenta, Los juegos feroces es una prometedora novela. Pero cualquier juicio debe ser provisional mientras no conozcamos el resto de la historia, el desarrollo de lo que ahora se anuncia. Los entremeses no permiten por sí solos juzgar la calidad del almuerzo.