Image: El vampiro de la calle Méjico

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Novela

El vampiro de la calle Méjico

Vicente Molina Foix

10 octubre, 2002 02:00

Vicente Molina Foix. Foto: Mercedes Rodríguez

Premio A. García Ramos. Anagrama, 2002. 324 págs., 16 euros

Desde sus comienzos como escritor, el ex poeta "novísimo" Vicente Molina Foix ha consumado un cambio espectacular. Del culturalismo más estricto y oscuro ha pasado a la claridad costumbrista. Ya en esta clave testimonial escribió su novela mejor, La quincena soviética (1988), y a ella vuelve con El vampiro de la calle Méjico.

Tres cuartas partes de este libro es costumbrismo, irónico y transgresor, pero costumbrismo. Y esto es lo primero que llama la atención. La novela arranca con la situación de un personaje, Juan Borrás, que se mira en un espejo donde no se ve a nadie y a ratos vigila a una vecina a la que distingue en la ventana de una casa cercana del otro lado de su calle. Esta estampa se plantea con un propósito verista y para ello se localiza en un barrio madrileño acotado con exactitud topográfica.

La precaria identidad del protagonista se completa con otro rasgo que él mismo expone, puesto que es también el narrador de su historia: se siente un vampiro necesitado de la sangre ajena para sobrevivir. Parece, por este comienzo, que vamos a presenciar una historia algo misteriosa urdida con los mimbres de lo cotidiano y lo enigmático. Pronto la novela toma un rumbo inesperado y lo mantiene en la mayor parte de su recorrido. Hallamos un relato de iniciación en la vida seguido del itinerario que lleva a la madurez, ambos centrados en Juan y nutridos con innumerables escenas relacionadas con su homosexualidad.

El primer episodio, el del desvelamiento homoerótico, se sitúa en el marco refinado y decadente de un lujoso hotel de Venecia, y luego, en Madrid, se encadenan amores caprichosos o torturados. El nombre del personaje da pie para pensar en un donjuanismo compulsivo, volcado en la búsqueda del placer y abocado al dolor.

Hay méritos parciales en estos pasajes. Entre ellos, la expresión deslenguada, la plasticidad fisiológica o el humorismo amargo. Pero esos méritos no amortiguan el efecto negativo de una cansina repetición de situaciones. Y, lo confieso, si no fuera por un prurito de profesionalidad, hubiera dejado la novela antes de alcanzar un centenar de páginas. Aunque habría hecho mal, porque en el trecho último toma un rumbo distinto. Las aventuras eróticas de Juan no parecen en principio otra cosa que la confesión ilustrada del difícil ejercicio de la sexualidad entre personas del mismo género, y hasta puede verse en ellas una defensa de la homosexualidad. Eso está bien, pero no sé si tiene demasiado interés plantearlo en los momentos actuales. Al menos, hacerlo con el desarrollo reiterativo de la novela. Mayor contención hubiera sido mejor para dar paso al final de la obra, cuando ésta, con el nuevo derrotero, descubre la significación latente en esas peripecias. Ahí se aclara el papel de la mujer de la ventana (toda una sorpresa), entra la tragedia con tintas muy intensas y conmovedoras, y se precisa por qué se tilda a Juan de vampiro. Y entramos de lleno en el tema del libro: la búsqueda de la identidad y la forja de un destino.

Juan vampiriza a quien se le acerca por su radical inseguridad. Sus inclinaciones vitalistas, su entrega a la pasión y el deseo, han estado mediatizadas. Molina Foix refiere el proceso de alguien que intenta liberarse de ese corsé. Pero para llegar a esta meta, donde los elementos novelescos, emocionales y morales alcanzan una buena soldadura, gasta antes mucha tinta innecesaria, quizás porque el autor disfruta, o esa impresión produce, dando cuenta de la vida y milagros de su atribulado donjuán.