Image: Nos espera la noche

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Novela

Nos espera la noche

Espido Freire

6 noviembre, 2003 01:00

Espido Freire. Foto: Mercedes Rodríguez

Alfaguara. Madrid, 2003. 264 páginas, 17’95 euros

Es bien sabido que la originalidad de una obra literaria no consiste tanto en decir o contar cosas nuevas como en hacerlo de tal modo que nos parezcan nuevas. Las historias que se mezclan en esta novela de Espido Freire no tienen en sí mismas novedad alguna.

En un medio rural indeterminado se entrecruzan viejas rencillas familiares, matrimonios concertados, antiguas tradiciones, temores ancestrales, amores callados, bandoleros que se ocultan en los bosques... Y hay algunos sucesos maravillosos que nunca sabremos si ocurrieron en realidad o sólo se fraguaron en la imaginación de ciertos personajes. La novedad consiste en el intento de crear un espacio y un tiempo que no se correspondan con lugares y épocas concretos y reconocibles y que dejen el camino abierto a la lectura simbólica o, al menos, a la interpretación del texto como parábola del mundo. Pero la autora ha puesto especial empeño -excesivo empeño, habría que decir- en ahuyentar cualquier pista, cualquier indicio que facilitase la identificación de la historia y de los lugares descritos con ámbitos o sucesos conocidos (planteamiento que sólo se tambalea en algún momento, como el de la alusión a la "multa de tres reales" [página 149] impuesta a los feligreses bebedores). Los topónimos que aparecen son, por ejemplo, Gyomaendrod, Astaregar, Grandale, Desrein, Brarna, etc. Hay personajes masculinos que responden a los nombres de Bilawal, Jasar, Thonolan, Rudiger, Deagad o Vincavec, entre otros no menos exóticos, y entre las mujeres que pueblan estas páginas figuran Dandel, Ultrice, Gadea, Oradea, Oleander, Emelot o Helmina.

Es inevitable que el lector se sienta, en cierto modo, excluido de este mundo, distanciado, lo que, en teoría, podría ser un artificio compositivo que facilitara la lectura de la obra como narración de carácter universal, no supeditada a unas circunstancias históricas determinadas, sino encaminada a mostrar aspectos esenciales del ser humano en cualquier tiempo y lugar. En la realidad, sin embargo, lo que se deriva de la fórmula narrativa escogida es un distanciamiento que dificulta la adhesión del lector a la historia narrada, sobre todo cuando la autora deja deliberadamente muchas informaciones en el aire hasta casi rozar un nivel de pura abstracción.

La creación de un espacio casi mítico, de un mundo novelesco autónomo -algo parecido a lo que llevó a cabo hace tres años Fernando Aramburu con su novela Los ojos vacíos- como el que aquí se sugiere, hubiera requerido un perfil más claro en las anécdotas que forman la narración y un relieve más abultado en su presentación. Espido Freire, que es una escritora reflexiva, ha realizado en este caso un gran esfuerzo que no ha tenido compensación en los resultados.

Quedan en pie algunas sutiles percepciones paisajísticas, ciertos rápidos buceos en pensamientos y estados de ánimo de personajes solitarios y cavilosos, rasgos sueltos de buena escritora, en suma, y una prosa en general correcta donde sólo disuenan algunos deslices, como el uso de "dintel" por "umbral" (pág. 70) o de "impávidas" por "impasibles" (pág. 159). Y son rechazables en una prosa tan cuidada construcciones anglófilas como "iré a Gyomaendrod en un rato" (pág. 205) o "volveré en un momento" (pág. 238). Por otra parte, los "cazadores que cabalgaban en la noche" (pág. 211) lo hubiesen hecho mejor "por la noche" o, mejor aún, "de noche", que es lo aconsejable en un texto escrito en español. La omisión de una preposición ante relativo puede provocar un disparate o sugerir una escena escalofriante que no figuraba en la intención de la autora: "Odiaba de todo corazón a aquel animal que el otro cura daba de comer en la boca con sus propias manos" (pág. 132).