Image: El pasado

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Novela

El pasado

Alan Pauls

18 diciembre, 2003 01:00

Alan Pauls. Foto: Nora Lezano

Premio Herralde. Anagrama. Barcelona, 2003. 551 páginas, 24’50 euros

Alan Pauls (Buenos Aires 1959) ejerció durante algún tiempo la docencia universitaria. Resultado de su lado erudito son sus ensayos sobre Manuel Puig, L.V. Mansilla o Roberto Arlt. También escribe crítica cinematográfica y literaria y es autor de guiones de cine y tv. Antes de El pasado había publicado tres novelas: El pudor del pornógrafo (1984), El coloquio (1990) y Wasabi (1994).

Hay que celebrar la publicación de esta novela. El pasado es un magnífico ejemplo de literatura narrativa, una obra madura y compleja cuya variedad de tonos, motivos y registros sólo es posible cuando detrás de la historia narrada se encuentra un auténtico escritor.

Es decir, alguien capaz de presentar sucesos, anécdotas y personajes reconocibles, familiares e incluso triviales de tal modo que aparezcan poderosamente singularizados, sorprendentes e imprevisibles, como si fuesen nuevos, únicos, merced al tratamiento literario a que el autor los somete. La historia de Rímini -un joven lingöista que vive de hacer traducciones-, de su larga relación con Sofía, de su ruptura y su enfebrecida carrera posterior con amantes más o menos duraderas -Vera, Carmen, Nancy, etc-, que se ve progresivamente hundido en la degradación y la abulia y sometido a las esporádicas pero tenaces reapariciones de Sofía, impulsada por un amor inextinguible, no es en sí misma especialmente novedosa, salvo acaso en el motivo final de las mujeres agrupadas bajo el recuerdo de Adela H. Es la riqueza de perspectivas y el vigor en la forma de contar, el sutil uso de elipsis y analepsis narrativas, gracias a las cuales el tiempo parece alargarse para dar cabida a un sinfín de hechos donde lo pintoresco se mezcla con la caricatura sin excluir los registros graves, lo que proporciona a la novela su originalidad.

El carácter peculiar de estas páginas empieza en la sorprendente manera de nombrar. Así, las primeras palabras de la novela cuentan cómo Rímini se ducha en el "bazar de perfumes, gorras de plástico, cremas, sales, aceites, remedios y masajeadores en el que Vera había convertido el baño". Llaman a la puerta y Rímini, precariamente cubierto, se dirige a la cocina, seguido por "un reguero de gotas obedientes". Las cosas están vistas como únicas. Un médico es "un hombre corpulento que consultaba su reloj a cada minuto, como si hubiese puesto una bomba de tiempo en el consultorio de un competidor" (pág. 237). Los enfermeros que tienen que sujetar a un paciente exaltado "avanzan con determinación, como peones de ajedrez o soldados, y encierran a Riltse en un tortuoso cepo de músculos" (pág. 395). O bien, con el lejano apoyo de la metáfora del mundo como teatro: "Van Dam es un hombre próspero y decente; como todo ex delincuente, subactúa su prosperidad y sobreactúa su decencia" (pág. 400). Los ejemplos podrían multiplicarse, porque Pauls exhibe una formidable prosa narrativa. Como en la mejor literatura, la palabra no sirve como mero vehículo para transmitir nociones, sino que ayuda a crear una visión nueva de las cosas.

Como es fácil deducir de todo lo anterior, El pasado ofrece una visión satírica, a menudo desgarrada, feroz y casi esperpéntica, de motivos nada frívolos: la vida humana, el arte, la pasión amorosa, la inestabilidad sentimental, la lealtad, las grandes mentiras que encubren los valores sociales. Pero también hay lugar para la mirada compasiva hacia los que sufren, hacia los numerosos solitarios que pueblan la novela, sacudidos por ráfagas de ternura de buena ley que cruzan estas páginas. Porque el sexo apremiante de muchos de estos personajes es tan sólo un intento de remediar su profunda soledad, su necesidad desesperada de tener a alguien al lado. El caso de Sofía, enamorada tenaz y obsesiva para la que no existen el tiempo ni el olvido, no se diferencia en este sentido de otros numerosos solitarios, de Vera, de Nancy, de Rodi, de la señorita Sanz, hasta del mismo Rímini, que evidencia más que nadie la distancia abismal entre las prometedoras ilusiones juveniles y la sordidez de un horizonte pronto oscurecido por la falta de perspectivas. Ni siquiera el arte -representado en el caso de la devoción por Riltse- o la escritura -como las notas incesantes a las que recurre Sofía- constituyen asideros suficientes para contrarrestar la imparable entropía de estas vidas.

Pauls ha escrito una excelente novela, cuyas numerosas virtudes compensan sobradamente una tendencia al barroquismo constructivo que sólo alguna vez -como sucede en el largo episodio del cuadro de Riltse- introduce cierto desequilibrio en el conjunto. El gozo del lector está garantizado.