Image: El camino de los ingleses

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Novela

El camino de los ingleses

Antonio Soler

12 febrero, 2004 01:00

Antonio Soler. Foto: Ángel Casaña

Premio Nadal. Destino. Barcelona, 2004. 350 páginas, 19’50 euros

Como en la convocatoria anterior, el premio Nadal de este año ha recaído en un autor avezado, que cuenta en su haber, además, con tantos libros publicados como premios. El malagueño Antonio Soler es un valor seguro -nunca escribirá nada deleznable-, dueño de un estilo y de un mundo narrativo que el lector reconoce en cada una de sus obras.

Porque, en efecto, todas ellas ofrecen abundantes concomitancias que subrayan su parentesco. Todas brotan de la mirada de un narrador que contempla el pasado, rememora su niñez o su adolescencia y reflexiona acerca de los sueños desvanecidos, de las ilusiones no cumplidas, de la fractura que la realidad produjo en los proyectos y las esperanzas de los años pretéritos. Incluso los personajes de alguna obra reaparecen o son mencionados fugazmente en otras, procedimiento que, sin llegar a los extremos de Balzac o Galdós, sí traduce el propósito de recrear artísticamente, con un estilo cuidadísimo y lleno de matices, a menudo cercano a la prosa poemática pero que no rehúye algunas escenas de primitiva violencia, un mundo unitario y homogéneo -que se centra casi exclusivamente en ciertas zonas de Málaga, como el barrio de la Trinidad-, poblado de personajes desvalidos y sin norte.

El camino de los Ingleses reproduce este modelo constructivo, como una variación más sobre el tema. El narrador anónimo anota en un momento determinado del relato "el propósito de sacar a la luz algún día, veinte años después" (pág. 236) los sucesos de entonces a fin de impedir su desaparición en el olvido -porque la literatura sirve para fijar el pasado y conjurar su pérdida-, lo cual sucede, en efecto, mucho tiempo después, cuando el narrador, abiertamente identificable con el autor, ve renacer sus recuerdos al encontrar en otro país un "camino de los Ingleses" que le evoca el de su infancia: "Pensé en esta novela en los campos de Flandes. Caminaba por un sendero estrecho, cerca de Mont Noir, un sendero que también se llama camino de los Ingleses [...] Pensé en mi propia vida y en quien yo era. En los itinerarios que desde aquel lejano camino de los Ingleses de la ciudad en que nací me habían traído hasta este otro" (pág. 323). Esta deliberada abolición de la diferencia entre autor y narrador constituye un indicio del propósito testimonial que preside la novela, reconstrucción sentimental de una época y, sobre todo, de unos personajes con los cuales compartió el narrador los años de la adolescencia, la amistad, las confidencias íntimas, el despertar de la sexualidad y los primeros proyectos de futuro.

Claro está que, por mucho que se subraye la presencia de ingredientes autobiográficos, resuenan en estas páginas multitud de ecos narrativos, y también cinematográficos -alguno muy marcado, como la película Summer of ‘42 (1971), de Robert Mulligan-, si bien no empañan en absoluto la hondura de la evocación y la ajustada tonalidad sentimental que la acompaña. Personajes como el Babirusa, Miguelito Dávila, Luli Gigante o Rubirosa, el representante de lencería, están diseñados con pericia. La Gorda de la Cala es uno de esos personajes casi fellinianos que con cierta frecuencia esboza el autor malagueño, mientras que la Señorita del Casco Cartaginés, bien concebida como tipo novelesco, adolece de una carga literaria que afecta incluso a alguno de sus parlamentos, demasiado enfático (pág. 298). Entre los hechos narrados aparecen muchos de signo premonitorio -el final del verano, el desenlace de la historia entre Miguelito y la Señorita, la marcha de María José, etc.-, como anuncios de la extinción de una época y de la disgregación del conjunto de amigos.

Es justo destacar el medido ritmo narrativo y la precisión con que Soler ha desarrollado su historia, multiplicando además las perspectivas, ya que los hechos a que el narrador no asiste se cuentan de acuerdo con testimonios de distintos personajes. Sólo cabe echar de menos una mayor novedad con respecto a sus obras anteriores, un crecimiento o una profundización que aquí no se perciben. Y también un cuidado más estricto del idioma. Hay demasiadas concordancias erróneas: "confesarle a ellos" (página 32), "le hablaba a los curiosos" (página 50), "ordenarle a sus alumnos" (página 71), "siseándole a las jóvenes" (página 131), "escupiéndole a los amigos" (página 346), etc.; un uso impropio de "complicidad" (página 260), formas anglómanas como "en unos días" (página 223) por ‘unos días más tarde’, y hasta un "andara" (página 41) que hasta el ordenador rechaza por inexistente.