Image: El tiempo de los trenes

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Novela

El tiempo de los trenes

Fernando Fernán-Gómez

11 marzo, 2004 01:00

Fernando Fernán-Gómez. Foto: Javi Martínez

Espasa. Madrid, 2004. 221 páginas, 18 euros

En 1986, Fernando Fernán-Gómez aprovechó su experiencia y sus recuerdos de hombre de teatro para escribir el guión de El viaje a ninguna parte, que él mismo transformó en película; una de las películas -dicho sea de paso- que, junto a la más enfática Cómicos, de Juan Antonio Bardem, han retratado por dentro con mayor hondura el mundo de los cómicos.

Ahora, El tiempo de los trenes vuelve al mismo asunto, aunque no cuente la misma historia. En realidad, lo que el propio autor denomina reiteradamente "esta especie de novela" es un conjunto de estampas que nos ofrecen unas vidas abocetadas, sin más unión que la de coincidir durante algún tiempo en la misma compañía, que tiene más que ver con el libro de anécdotas, de apuntes evocadores o de recuerdos sin apenas articulación que con la estructura narrativa esperable en una novela. Tampoco es una autobiografía, si bien hay una parte contada por el niño Andresito Valles, hijo de actores a los que acompaña en sus giras -y que recuerda al Carlitos Galván de El viaje a ninguna parte-, donde, naturalmente, Fernán-Gómez ha deslizado testimonios y recuerdos personales, al igual que ha hecho en otros aspectos de la obra, como el descubrimiento del anarquismo por parte de Roberto Monís o la situación del teatro en Madrid durante la guerra civil.

Hay flecos de otras obras anteriores del autor, como la novela La Puerta del Sol, pero desperdigados en un conjunto desvaído, muy de charla de café, muy diluido en anécdotas -algo semejante a lo que sucedía en algunas de las novelas postreras de Baroja, del tipo de Las veladas del chalet gris-, como si el autor hubiera renunciado deliberadamente a la construcción de una historia compleja en beneficio del bosquejo de una galería de retratos, vistos, eso sí, con la perspicacia de quien ha vivido y observado muy bien el mundo que evoca.

La cercanía al teatro, lo que podríamos llamar la visión teatral del mundo se manifiesta incluso en la configuración del capítulo X, construido, como una parte del V, a la manera de un ingenioso acto de comedia hasta en el aspecto formal, y también -aunque en este caso el procedimiento sea más discutible- en la sustitución del relato de los hechos anteriores a la rebelión militar del 18 de julio por la transcripción de las crispadas intervenciones en las Cortes de la República de diversos políticos del momento, entre ellos Gil Robles, Calvo Sotelo, Dolores Ibárruri o Casares Quiroga, que, por su extensión, desequilibran un tanto el conjunto, aunque tal vez para muchos lectores jóvenes sean un apasionante descubrimiento. Porque eso es lo que aporta sobre todo El tiempo de los trenes: la sencillez del relato, la serenidad de una mirada que no juzga, sino que retrata y evoca, con un punto de nostalgia muy bien escondido, aspectos de una vida pasada que el autor conoce como pocos, referidos al mundillo de lo que antes se llamaban los cómicos de la legua. Este aspecto testimonial y la ausencia de retórica basta para proporcionar un hálito de humanidad a personajes que, como Estévez, Monís, Luci Ferrer o Miguelón, han recibido un tratamiento narrativo muy esquemático.