Image: El pelo de Van’t Hoff

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Novela

El pelo de Van’t Hoff

Unai Elorriaga

1 abril, 2004 02:00

Unai Elorriaga. Foto: Javi Martínez

Alfaguara. Madrid, 2004. 211 páginas, 15 euros

La primera novela de Elorriaga -Un tranvía en SP- despertó amplias expectativas acerca de este joven autor, que ahora es posible calibrar con mejor base.

El pelo de Van’t Hoff coloca las aportaciones del escritor vizcaíno en un ámbito poco frecuentado por la narrativa española. Se trata de construir historias absurdas, deliberadamente situadas extramuros de la verosimilitud y hasta de la lógica interna, y de hacerlo, además, con la mirada sin prejuicios de una pupila infantil. Podría hablarse de un relato "naïf", de una concepción "ingenuista" del mundo cuyo modelo más evidente, incluso en las fórmulas de la sintaxis narrativa, se halla en los cuentos infantiles y -si se desea aducir algún dechado "culto" y prestigioso- en las aventuras de Alicia plasmadas por Lewis Carroll, o en el Alfanhui de Sánchez Ferlosio, con quienes comparte Elorriaga el gusto por los nombres exóticos, la antropomorfización de animales y otros rasgos. Matías, el funcionario enviado por un fantasmagórico Ministerio a un lugar remoto para recopilar historias insólitas, podría parecer al principio una derivación de algunos personajes kafkianos, como el agrimensor de El castillo. Pero la impresión se desvanece cuando el lector suma ciertas informaciones heterogéneas ofrecidas desde el primer momento, que van desde percepciones insólitas ("El tren olía a bolígrafo", frase inicial de la novela) a precisiones tautológicas ("Eran pesadas las maletas de Matías, y llevaba una en la mano derecha y la otra en la izquierda") y caracterizaciones sorprendentes: "La cama era de madera. Tenía las patas de madera, el cabecero de madera y el colchón de madera" (pág. 34). La visión descoyuntada delata a veces su parentesco con la mirada infantil: "La mujer [...] tenía flores azules en el vestido. Pero parecía que las flores se le estaban saliendo del vestido, que le subían hacia la cara y que le bajaban hacia los brazos"(pág. 50).

Pero el caso es que Matías, enviado por el Ministerio para entrevistar a ciertas personas y grabar historias y "reunir vidas raras en la grabadora" (pág. 52), sólo consigue recoger algunas biografías desvaídas y sin relieve. Mayor interés tienen, en cambio, los retazos de historias que el propio Matías, en la soledad de su habitación, va construyendo erráticamente a partir de alguna palabra encontrada por azar en un diccionario de portugués.

Empieza, por ejemplo, con la frase "nací en Lisboa" -porque "Matías escribía sobre sí mismo, claro está"- y a continuación tropieza con la palabra língua, que le hace escribir: "De niño aprendí ruso antes que portugués". Luego elige la palabra limpa-botas y continúa: "Pasé dos años limpiando zapatos, en Lisboa". Vuelve a abrir el diccionario y encuentra biciclista, lo que le permite seguir así la historia: "Dejé de limpiar zapatos y empecé a entrenar con la bicicleta". La traducción de todo esto resulta sencilla: es el lenguaje, y no los hechos sucedidos y narrados por los sujetos que entrevista Matías, lo que engendra historias; la literatura nace de las palabras antes que de experiencias reales. Y, además, es un juego. Matías recuerda sus obligaciones pendientes, pero "quería hacer cosas mucho más valiosas. Quería, por ejemplo, jugar con la pelota de goma, utilizar el diccionario de portugués, leer a Faulkner o llamar a su hermano Miguel. De hecho, todas esas eran maneras diferentes de jugar" (pág. 67). Utilizar el diccionario de portugués equivale al arranque de la escritura, lo que aclara esta concepción del acto creador como juego, peculiaridad que Unai Elorriaga aporta a la literatura narrativa actual.

Pocas objeciones hay que hacer al lenguaje, salvo algún error de concordancia -"nadie de los que estuvo conmigo", pág. 94- y alguna frase mal construida ("las cosas no suelen acostumbrar a estar quietas", pág. 111) que no empañan la pulcritud del conjunto.