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Roberto Calasso
7 abril, 2005 02:00Roberto Calasso. Foto: Domenec Umbert
Kafka sólo invocó una vez a la diosa Fortuna. Este dato, que utiliza Calasso para concluir su libro, corrobora esa sensación de fatalidad que impregna su obra. En la literatura de Kafka, todo parece necesario. Aparentemente se cumple el axioma que, según Borges, define a los clásicos: nada es banal o gratuito.Sin embargo, la necesidad que se desprende de las páginas de Kafka no refleja la excelencia del estilo, sino la intervención de fuerzas que reducen la experiencia humana a la impotencia. Kafka sólo parece el mediador de un texto que recrea la insignificancia del individuo frente al Poder. No es el poder de la naturaleza, sino el de la política o la teología, que se manifiestan, escarneciendo lo humano. La esencia del poder totalitario consiste en transformar la humanidad en masa. Es un mecanismo perverso, que emplea la adición para disgregar al individuo. Sólo Dios o el Estado pueden sumar y obtener el cero absoluto.
La interpretación de Kafka ya no es un trabajo erudito, sino un género más. De hecho, el libro de Roberto Calasso no es un ensayo, sino una extraordinaria obra de creación. Su prosa, precisa e inspirada, se adentra en la literatura de Franz Kafka buscando las claves de un territorio inagotable. Kafka no es una provincia, sino una totalidad inabar- cable. Cualquier indagación está condenada a ser incompleta, lo cual no es extraño, pues el carácter inacabado de El proceso o El Castillo sólo evidencia la trascendencia del fragmento. Kafka advirtió que la realidad es una selva saturada de signos, donde las cosas apenas muestran su potencialidad. Por eso, el conocimiento de la realidad sólo puede ser simbólico y su expresión fragmentaria. La literatura de Kafka sólo puede comprenderse como ontología. Su tendencia a aplicar la navaja de Guillermo de Occam, excluyendo de sus obras todo lo fútil o redundante, surge de una interpretación que fractura el mundo en lo manifiesto y lo oculto o, por utilizar la terminología de Platón, lo sensible y lo inteligible. El hombre aparece en la cesura que divide ambas esferas, transitando de un lugar a otro. El hombre no es algo acabado, sino un puente o, más exactamente, un punto de intersección.
Kafka considera que la voluntad es una fantasía inoperante. No hay diferencia entre ser elegido o condenado. En todo caso, la condena está más cerca de lo verdadero que la elección, donde siempre interviene una subjetividad incierta, fluctuante. No es necesario apelar a juicios ajenos. “El tiempo es el juicio”. El tiempo nos aproxima a la muerte, a ese umbral donde se insinúa la existencia de algo ulterior, sobrenatural, pero que tal vez no se identifique con la perfección o el bien. Calasso advierte la importancia que desempeña el deseo en la literatura de Kafka. La voluntad es insoportablemente débil, pero el deseo es una “potencia arrasadora”. El deseo es lo irracional, lo desconocido, una fuerza que trasciende nuestra comprensión, pero que nos determina. Es como la letra K, una forma que repugnaba a Kafka, pero que inunda su escritura. No hay que ignorar las sensaciones físicas. El horror que le producía la letra K corrobora la importancia de la fisiología en la vida del conocimiento. La inteligencia no está desligada del cuerpo.
El Estado ha creado un orden que se ha superpuesto al orden cósmico, hasta suplantarlo y fagocitarlo. Calasso sostiene que la peripecia de los personajes de Kafka surge de este fenómeno. Cada vez que el hombre se desvía del orden social o familiar aparece la culpabilidad. No es inoportuno establecer analogías entre la persecución de los judíos y el procedimiento que destruye a Josef K. Lo que caracteriza al judío asimilado es la sensibilidad extrema. Sin conocer el Holocausto o el Gulag soviético, la agudísima sensibilidad de Kafka prefiguró la inminencia de un Poder absoluto que obviaría el carácter sagrado de la humanidad. Calasso no aprecia desesperanza en Kafka. Hay una posibilidad de felicidad: “creer en lo divino y no aspirar a alcanzarlo”. Kafka afirmó que había esperanza, pero no para nosotros. Lo sagrado, que no debe confundirse con lo teológico, es una hebra de luz que testimonia la resistencia del hombre a renunciar a la felicidad. Sin esa tensión, el hombre se hundiría en la oscuridad más absoluta.