Image: El escándalo de Julia

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Novela

El escándalo de Julia

Alfonso Rey

21 julio, 2005 02:00

Alfonso Rey. Foto: Huerga y Fierro

Huerga y Fierro. Madrid, 2005. 247 páginas, 14’50 euros

Es probable que si un notario, un ingeniero agrónomo o una periodista escriben una novela no haya en ella indicios que descubran la dedicación cotidiana de sus autores. Cuando el escritor es, en cambio, un catedrático universitario de literatura -como los hay, con mayor o menor dedicación, en los últimos lustros: Antonio Prieto, Juan Oleza, Manuel Ramos Ortega...-, el texto lo delata inmediatamente.

La primera novela de Alfonso Rey -Imitación compuesta, 1996- estaba impregnada de literatura, desde el título hasta los continuos intertextos que descubrían una visión del mundo more litterario. Esta segunda, mucho más madura que aquélla, mejor construida e impecablemente escrita, reduce de modo considerable los artificios demasiado perceptibles y un tanto ingenuos de la obra primeriza, pero tiene como tema la creación literaria y las relaciones entre la literatura y la vida. El relato en primera persona que efectúa Eduardo del Valle para narrar su trayectoria como escritor, con detalles sobre la génesis y la composición de sus distintas obras, forma el meollo de la historia. En esta especie de currículum vitae profesional, que, sin embargo, va indisolublemente unido a las peripecias vitales del narrador -estudios, amores, viajes-, la creación va desarrollándose como una segregación de la vida, pero no porque las novelas constituyan crónicas de las vivencias biográficas, sino porque, estimuladas por ellas, acaban siendo proyecciones ideales, transformaciones imaginativas que distancian lo narrado de cualquier suceso vivido en la realidad. La mutación de la vida en arte está plasmada con profundidad en El escándalo de Julia, que contiene enjun- diosas reflexiones sobre la literatura narrativa (pp. 217, 245-246, etc.), a la vez que muestra cómo las lecturas conservadas en la memoria del personaje condicionan su visión de la realidad. Las fantasías del joven Eduardo con la elegante Ofelia le hacen recordar al Julián Sorel de Stendhal (pág. 36). Cuando Eduardo del Valle confiesa que ha creado un tipo de diario "que busca en la noticia cotidiana lo fugitivo que dura y lo permanente que se evade" (p. 236), es indudable que han interferido en su memoria los dos versos finales de un famosísimo soneto de Quevedo: "Huyó lo que era firme, y solamente/lo fugitivo permanece y dura". Cuando recuerda una reseña de su malogrado amigo Pepín Maldonado reproduce estas palabras: "Nos gustaría que este novelista, con tan buena química fraseológica, se dejase de tantas bernar- dinas culturales para, en su lugar, contarnos cosas más humanas" (p. 132). Es lo que Ortega escribió en 1904 al reseñar la Sonata de estío, de Valle-Inclán, al que reconocía "ciertas sabidurías de química fraseológica", al mismo tiempo que anhelaba un Valle-Inclán futuro que "se deja de bernardinas y nos cuenta cosas humanas, harto humanas". En otras ocasiones, el escritor compara su estado de ánimo con el de un personaje barojiano (p. 190), y Solange se identifica con un tipo de Azorín (p. 222).

La literatura está presente de múltiples formas en las páginas de la novela, lo que es pertinente dada la índole del narrador y la peculiaridad de la historia, en la que El escándalo de Julia, que es precisamente la novela proyectada y abordada mil veces sin éxito, se convierte en el símbolo de la inalcanzable obra perfecta. Hay, además, personajes delineados con pericia, como Ofelia, el editor o Pepín -alguno con marcado sarcasmo, como el académico influyente-, y peripecias desarrolladas con sutil delicadeza, como la historia de Daniela y el derrumbamiento sentimental de Eduardo tras su segundo viaje a Estados Unidos. Los leves toques paisajísticos -las callejas de Tuy, la casona de Vinuesa- ayudan con eficacia a subrayar sensaciones. Novela culta y espléndidamente escrita, sin más lunares que alguna ocasional caída en acuñaciones tópicas -"la imperiosa necesidad", p. 16; "albergué la esperanza", pp. 19, 24-, sólo cabe reprocharle cierta prolijidad, cierta tendencia a explicar demasiado las cosas, propia de quien está acostumbrado a la prosa argumentativa compuesta para persuadir. El propio Eduardo del Valle reconoce: "Soy más expansivo que sintético, y sufro cuando debo reducir" (p.168). Ya se sabe que escribir no es siempre gozoso.