Novela

Los hijos de la luz

César Vidal

24 noviembre, 2005 01:00

César Vidal. Foto: Mercedes Rodríguez

Premio Torrevieja. Plaza & janés. Barcelona, 2005. 344 páginas, 20 euros

Los hijos de la luz mezcla dos modalidades narrativas: es, como algunas obras anteriores del autor, una novela histórica -los hechos narrados se desarrollan entre 1775 y 1798- y es, a la vez, un relato de misterio, con crímenes y policías -el bávaro Koch y su ayudante Steiner-, con sospechosos y conspiradores.

Se trata de un modelo de cierta popularidad, que ha producido abundantes frutos, algunos extremados: Margaret Doody es autora de una serie de novelas cuyo detective es Aristóteles; Paul Doherty escribe relatos de misterio ambientados en el Egipto clásico que resuelve el juez Amerotke; Lindsay Davis ha cultivado el género situando sus historias en la Roma imperial, donde actúa su "detective" Marco Didio Falco. Y existen muchos más ejemplos de este curioso maridaje entre el género negro y la novela histórica al que ahora se incorpora la novela de César Vidal, donde el descubrimiento fortuito de un cadáver y la indagación subsiguiente desembocará en el descubrimiento de una red de logias masónicas estrechamente relacionadas con los sangrientos sucesos de la Revolución Francesa y con el posterior surgimiento de Napoleón Bonaparte. Ignoro si la masonería -sobre la que el autor de esta novela ha escrito un libro- ha tenido la influencia decisiva que aquí se le atribuye, pero mi tarea no consiste ahora en analizar una investigación histórica ni una crónica, sino una obra de ficción. Como tal, Los hijos de la luz se adhiere escrupulosamente a los esquemas tradicionales del género: un policía de gran capacidad deductiva, un ayudante minucioso pero un tanto simplón y un colaborador ocasional que contribuye a la indagación aportando unos conocimientos científicos -en este caso, de grafología- que serán decisivos para desentrañar el misterio. Este último personaje, Lebendig, es el tipo más profundo y mejor perfilado de la historia: protestante, poseedor de variados saberes humanísticos y experto grafólogo, su presencia y su función en el relato anulan bien pronto a los demás personajes, planos y previsibles, y lo colocan en un estrato superior. La prueba es lo mucho que sabemos de Lebendig cuando el relato concluye, frente a los escasísimos rasgos que se nos conservan de los demás, incluido el policía Koch, del que sólo destaca su extraordinario amor al orden.

La novela alterna hechos de 1793, en medio del París revolucionario, con otros anteriores, de 1775, situados en Baviera en torno al descubrimiento del cadáver y las investigaciones inmediatas. Acaso la alternancia de estos dos planos resulta un tanto mecánica, y tal vez hubiera sido preferible plantear todos los hechos del pasado como una analepsis a partir de las escenas iniciales en París, a fin de evitar este vaivén forzado cuya utilidad no se advierte. Y también es discutible el tratamiento idiomático de prosa narrativa, demasiado proclive a la expresión trillada ("un silencio sepulcral", pág. 16; "comportamiento diametralmente opuesto", pág. 17;"arrugas que le surcaban el rostro", pág.18; "el sudor le perlaba la frente", pág. 177) y a formulaciones más propias de la prosa ensayística y doctrinal, como se nota ya en las primeras líneas de la novela o en pasajes como éste, que añade confusión y homofonías rechazables: "El reo iba acompañado de tres sacerdotes, era evidente, pero su comportamiento no podía resultar más diferente" (pág. 16). Hay usos tópicos o imprecisos: "un breve instante" (pág. 20; ¿no lo son todos?), "palabras [...] emitidas a una bastante distancia" (pág. 135) y construcciones descuidadas, todo lo cual redunda en perjuicio de una historia bien planteada y que merecía un desarrollo novelesco más vigoroso.

Sorprendentemente, el volumen se cierra con un apéndice que nada tiene que ver con la obra premiada; es un breve cuento de Zoé Valdés (págs. 335-344) titulado "La bella Lola", cuya intromisión parece deberse únicamente al hecho de que la acción se sitúa en Torrevieja. Una pintoresca e insólita propina que arroja sobre el premio, sobre el organismo patrocinador y sobre la editorial la mancha indeleble del descrédito.