Novela

Papel carbón

Francisco Romero

12 enero, 2006 01:00

Francisco Romero. Foto: F.R.

Premio Río Manzanares de novela. Calambur. 279 págs. 22 e.

El narrador y protagonista de Papel carbón es un joven barrendero con una biografía que parece extraída de una novela de Dickens: hospiciano, sin amigos, siempre menesteroso e impecune, pero muy aficionado a la lectura de novelas, encontradas en papeleras y contenedores o hurtadas en la cuesta de Moyano y en los grandes almacenes.

Esta afición le ha permitido crear mentalmente un alter ego, un policía neoyorquino llamado Leo Carter -nombre formado sobre el auténtico del personaje: Leocadio Carrasco Tercero-, cuyas imaginarias aventuras vamos conociendo en un texto que, a la manera de una novela de quiosco, se inserta en el texto principal que narra Leocadio. Leo Carter y sus proezas le sirven al barrendero como escape para compensar una vida mortecina y solitaria en la que no parece haber más horizonte que la basura cotidiana, las broncas del jefe y el cuchitril inmundo de la pensión en que Leocadio se aloja. La aparición de un cadáver y el hallazgo de una enigmática carta en una papelera subvertirán la vida de Leocadio, que, convertido en improvisado investigador, se verá sumergido de pronto en una aventura peligrosa de imprevisible alcance que le permitirá emular, en el plano de la realidad, los arriesgados lances de Leo Carter.

Novela de misterio, festoneada por el texto secundario que parodia los caracteres de una novela negra de quiosco, Papel carbón ofrece, sin embargo, como elementos de mayor interés una serie de motivos secundarios que apenas tienen que ver con la intriga de la historia: el diseño -sin pretensiones, pero eficaz- de personajes desvalidos que se mueven en los avatares de la sociedad; las penalidades de la inmigración; la explotación de la infancia; la soledad afectiva y la pobreza en medio de una sociedad de aparente opulencia. Incluso un tema como la función de la literatura y su mercantilización asoma en estas páginas encarnado en personajes y acciones. Es cierto que hay desarrollos insuficientes y puntos flacos en la historia. Romero posee un instinto narrativo que sólo necesita ser depurado. Explica demasiadas cosas, cae demasiadas veces en la premiosidad expositiva -especialmente nociva cuando el relato está en boca del barrendero- y se conforma con una prosa funcional, donde no faltan los errores ("de motu propio", pp. 73, 230; "se dignara a encontrarse" p. 158; "una fábrica [...] donde se utilizaron a varios figurantes" p.147), junto con algunas fórmulas triviales y de moda: "formábamos un buen equipo" (p. 221), "tenía un tema muy urgente que resolver" (p.220, por "asunto"), "estrategia conjunta de cara a los siguientes pasos" (p. 204), o el monótono uso de "opción" por "solución, posibilidad" (pp.121, 135 y otras), usos todos ellos empobrecedores, en contraste con la precisión léxica en la descripción de los utensilios de la fotografía profesional y de las fases del revelado (pp. 52-53, 211-212), acordes con la dedicación anterior del novelista.

Estos desajustes e insuficiencias exigirán lima y retoque, escritura incesante y corrección implacable para advertir que, cuando la expresión se desboca, la única solución es la poda; que cuando se ha escrito que la educación musical no ocupaba "un lugar importante en mi formación cultural y personal" (p. 79) es preciso borrar los dos adjetivos finales, no sólo por cacofónicos, sino por redundantes; innecesarios y vacíos. Todo esto se puede aprender, sobre todo cuando se tiene lo que no se aprende: el instinto para contar con amenidad, como le sucede a Francisco Romero. Papel carbón no es, ni mucho menos, una obra redonda. Pero su autor tiene las condiciones adecuadas para llegar a mucho más lejos si se lo propone.