Novela

La piedra en el corazón

Luis Mateo Díez

21 septiembre, 2006 02:00

Luis Mateo Díez. Foto: Antonio Heredia

Galaxia Gutemberg- Círculo de Lectores. Barcelona, 2006. 216 páginas, 16,50 euros

He aquí una obra sorprendente por más de un motivo. Durante los últimos años he tenido ocasión de escribir en varias ocasiones sobre distintas obras de Luis Mateo Díez, y he intentado analizar sus motivos fundamentales y sus aportaciones a la literatura narrativa actual. Sin embargo, a pesar de mi familiaridad con las creaciones del notable escritor leonés, me cuesta trabajo reconocer su mundo y su estilo en las páginas de La piedra en el corazón. Los diez capítulos en que se divide el libro articulan una serie de fragmentos de extensión desigual en los que, reduciendo al máximo la narración de sucesos, se plasman sobre todo reflexiones, monólogos interiores, alusiones desvaídas a recuerdos brumosos, todo ello procedente de dos padres distanciados -Liceo y áurea- o de su hija Nima, aquejada de una terrible enfermedad cuya naturaleza desconocemos. La introspección, el buceo en el interior de estos personajes, alterna con fragmentos enunciados por un narrador impersonal que sirven únicamente para proporcionar algunas informaciones casi siempre secundarias, porque lo esencial es la historia -elusiva y plagada de incertidumbres- de un matrimonio cuyo dolor por la hija enferma acaba subsumiéndose en el dolor colectivo producido por una catástrofe de gran magnitud: "La conciencia de la tragedia impulsó esa otra revelación del conocimiento que era algo así como la consistencia de un sufrimiento universal, de un dolor sin fronteras en el que lo particular se borraba o asumía, o subsumía, en lo colectivo" (p. 187).

La nota editorial, así como el subtítulo de la obra ("Cuaderno de un día de marzo"), descubre al lector que el hecho aludido es el terrible atentado del 11 de marzo. Pero acaso sin esta información podría el lector no percatarse de ello, porque el sistema de alusiones se disuelve en reflexiones y enunciados que alcanzan a menudo un carácter excesivamente abstracto o caen en la trivialidad: "El reflejo más fiel del pensamiento es el que incita al recuerdo de las rupturas imprevistas. La fidelidad se orienta a la convicción de la fragilidad. Es imposible sentirse menos indefensos" (p. 15). O bien: "Esa idea de la mala suerte es el don contrario a la de la buena, quiero decir que se recibe como un regalo envenenado, nadie lucha por alcanzarla, aunque sea torcida e inconscientemente, no se trata de un merecimiento" (p. 103). Es característica de la obra narrativa de Luis Mateo Díez la facilidad para captar detalles significativos, gestos, frases, objetos que trascienden su significado primario e inmediato para elevarse a un nivel representativo superior y crear una red de elementos solidarios -de imágenes, en suma- para traducir una determinada visión del mundo. Aquí, esa concreción de las cosas, esa "carnalidad" de los seres ha desaparecido al someter el discurso a una especie de ascesis que intenta traducir el motivo central del dolor insuperable. Es loable el empeño del escritor en aventurarse por terrenos que, comparados con los que ha frecuentado antes, podrían recibir el calificativo de experimentales. Los resultados, sin embargo, demuestran que el estilo personal no puede cambiarse sin más, porque es el hombre mismo, como ya advirtió Buffon. Y, en cualquier caso, el tratamiento literario que cabría esperar de la tragedia colectiva no llega a proporcionarle la emoción necesaria, debido en buena parte a la rigidez y los meandros excesivos de la prosa.

Aunque la observación no añada ningún dato esencial, conviene señalar que hay, además, algunos desajustes semánticos, como el uso antiacadémico de "dirimir" por decidir (p. 138), o el del innecesario galicismo "remarcar" por destacar, resaltar (pp. 26, 41, 47), puesto que el Diccionario académico sólo concede a "remarcar" el significado propio de volver a marcar. Y existe alguna construcción mejorable, como "de acuerdo a" (p. 130) o "no existe mejor disposición para [...] dejarnos autoengañar" (p. 130), con un prefijo parasitario y, por tanto, inútil.