Novela

La higuera

Ramiro Pinilla

16 noviembre, 2006 01:00

Ramiro Pinilla. Foto: Antonio Heredia

Tusquets. Barcelona, 2006. 263 páginas, 17 euros

Después de la ingente contribución a la literatura narrativa contemporánea que ha supuesto Verdes valles, colinas rojas, Ramiro Pinilla nos ofrece otra perturbadora historia, nuevamente ambientada en el mismo escenario geográfico -la zona vizcaína de Getxo y su comarca- y desarrollada a lo largo de treinta años. Es como si el autor hubiera extraído un personaje episódico de su novela anterior y le hubiera aplicado una lente de aumento, desgajándolo de casi todo su entorno y analizando con pormenor su evolución psicológica. Porque, más allá de la anécdota narrada, La higuera es una novela acerca del sentimiento de culpa y de la expiación. De igual manera que en Crimen y castigo el doble crimen de Raskolnikov acaba por ser un elemento secundario, porque lo decisivo es el conturbador buceo que Dostoyevski realiza en el interior del personaje, la historia que pone en marcha el largo relato homodiegético de Rogelio Cerón y determina gran parte de su vida -el "paseo" nocturno y posterior asesinato de un padre y un hijo a manos de un grupo de pistoleros falangistas- queda desvaído en medio del recuerdo de otros sucesos similares para dar paso al análisis del proceso psicológico que el hecho desencadena en uno de los miembros del grupo, conmovido y amedrentado por la mirada acusadora del niño que contempló cómo se llevaban a sus familiares, a los que no volvería a ver.

Un breve capítulo inicial, narrado por Mercedes Azkorra -porque la técnica de la alternancia de voces es, aunque más simple, idéntica a la ya experimentada en la novela anterior y en otras de Pinilla-, pone ante los ojos del lector la historia externa y superficial -contemplada, en efecto, desde fuera- del extraño individuo, pronto popular, con fama de "hombre santo" y objeto de crédulas peregrinaciones, que se pasaba los días en un descampado, vestido con el uniforme "con que se disfrazaban los de Falange" y protegido tan sólo por un abrigo o una manta, frente a un hijuelo de higuera que regaba con devoción. El capítulo funciona como una obertura musical: esboza y anticipa, sin profundizar en ellos, los principales motivos que luego serán objeto de un desarrollo pormenorizado en el relato del propio falangista situado en el capítulo central, que ocupa la mayor parte de la novela, cerrada finalmente por otra parte, a manera de breve epílogo, puesto de nuevo en boca de Mercedes Azkorra, donde volvemos a encontrar el mismo enfoque incompleto de los hechos que ya conocemos perfectamente gracias a la narración de Rogelio, todo lo cual ayuda a subrayar la diferencia entre dos planos, al parecer, inconciliables y presentes en cualquier acontecimiento: la historia real sucedida y su versión "oficial", siempre insegura y llena de lagunas y errores.

Toda la historia está organizada y desarrollada con una destreza extraordinaria, que permite esbozar un conjunto variado de personajes creíbles, entre los que destacan, además del atormentado Rogelio Cerón, el advenedizo Benito Muro, su mujer, Cipriana, que es un raro ejemplar de humanidad, Pedro Alberto Echabarri, que dirige con mano férrea la partida de pistoleros, y algunos otros tipos que sobresalen con perfiles nítidos y bien trazados. La atención prestada al miedo y el sentimiento de culpa que singularizan a Rogelio Cerón no es incompatible con la mostración de conductas y temperamentos que ayudan a reconstruir una etapa oscura de nuestro pasado: la crueldad de las represalias; la arrogancia desdeñosa de los vencedores; el cinismo de quienes, traicionando sus propias convicciones, se aliaron con ellos; la altivez de una Iglesia intolerante junto a la crédula devoción de los desfavorecidos; el ejemplo de los que, en circunstancias adversas, dejaron a salvo su dignidad personal... Estos y otros motivos aparecen encarnados en personajes convincentes que acreditan una vez más el poderío narrativo de Pinilla.

Y algo semejante cabe decir de una prosa siempre eficaz, con muy pocos descuidos: "las miles de víctimas" (p. 262) o "desmantelación" (p. 261) por "desmantelamiento" son formas mejorables. El uso de "echar a faltar" (p. 176) por "echar en falta" es más atribuible a un corrector editorial catalán que a un escritor vasco.