Novela

El crimen de Los Monegros

David López

11 enero, 2007 01:00

David López. Foto: Diego López

Premio Jaén de Novela. Mondadori. Barcelona, 2006. 323 páginas

He aquí un nuevo narrador (Langreo, 1978) que se da a conocer gracias a dos premios obtenidos con pocos meses de diferencia: el de novela corta Valdemembra y el premio Jaen concedido a esta obra, El crimen de Los Monegros, que, a pesar de su título, ofrece algo más que una historia de intriga. Situada en un pueblo de colonización perdido en el páramo de Los Monegros, la acción, que transcurre en noviembre de 1975, durante la agonía del general Franco, se centra en las pesquisas de un grupo de guardias civiles, bajo el mando accidental del cabo Ortiz, para esclarecer el asesinato de doña Remedios, una viuda solitaria que aparece muerta en una quebrada, semienterrada por el alud de agua y lodo que la lluvia incesante ha provocado en la comarca. El pueblo se ha quedado sin luz ni comunicaciones, completamente aislado, y en ese paraje hostil y áspero se desarrolla la historia, narrada con destreza por el autor, a pesar de algunas flaquezas, como la inserción de los sueños del cabo Ortiz -poco verosímiles como sueños, por otra parte-, concebidos como pistas que ayuden a enfocar el misterio y paralelos, en cierto modo, a las historias que cuenta el doctor Arias. La lluvia continua que enturbia el ambiente y dificulta la visión -y que recuerda el ámbito de ciertas películas de intriga, como Seven-, acaba erigiéndose, como la oscuridad que domina el pueblo, en símbolo del enmarañado y tenebroso problema al que se enfrenta el cabo Ortiz. Como telón de fondo lejano, del que apenas llegan ecos por la forzosa incomunicación que sufre el pueblo, se encuentran las escasísimas noticias acerca de la agonía del dictador, suceso que alcanza también, acaso involuntariamente, categoría simbólica. En efecto: el descubrimiento de la verdad y el sangriento final de la historia se producen cuando la lluvia cesa y, además, se conoce por fin la muerte de Franco. La historia "oficial" de los hechos tendrá poco que ver con la realidad, y en el tiroteo final encontrarán su fin los sujetos que, además de haber cometido o encubierto el crimen, representan posturas intolerantes y violentamente liberticidas, acordes con el régimen que acaba de extinguirse.

Aunque estas correspondencias puedan resultar un tanto ingenuas, su existencia acredita que El crimen de Los Monegros sobrepasa los estrictos límites del relato de misterio y hace de esta primera novela una obra estimable. Lo es también el esfuerzo por crear personajes bien definidos, como el cabo Ortiz o el número Camarasa, entre los componentes de la dotación del cuartelillo, o el delegado Oneto, representante administrativo e ideológico de la autoridad. Y hay luces y sombras en la caracterización del doctor Arias, que hubiera sido más verosímil en una historia ambientada treinta años antes y no tanto en las postrimerías de la dictadura.

Son también afortunadas las abundantes notas paisajísticas que describen el suelo desértico de Los Monegros convertido en un lodazal: "Observaba los descosidos en las nubes y el vómito de luz harinosa y pálida que se derramaba sobre el páramo, sobre el barro, sobre Los Monegros" (p. 204). O bien: "El tenderete se cerraba con una cremallera, entreabierta en aquellos momentos, por la que se insinuaba un mundo de curvas suaves y marrones, de árboles retorcidos y rocas que surgían del barro, como dientes podridos de tanto masticar vientos, de tanto escupir nieblas. Las peladas encías de Los Monegros, tan viejos como el mundo, babeando sobre el Ebro" (p. 225).

Junto a esto, hay algunos descuidos idiomáticos mejorables, como el uso de "tema" por "asunto" (p. 46), la utilización errónea de "a tenor de" (p. 127), algún lugar común ("manos sarmentosas", p. 94), ciertos giros de moda ("no era su problema", por "no era asunto suyo" [p. 105], "investigamos en profundidad", p. 97) y algún despiste sintáctico ("en todas partes, en todas épocas" p. 97). Tampoco parece creíble que un número de la guardia civil diga en 1975: "A fuer de monegrino que..." (p. 144). Pero son pequeños detalles, subsanables con facilidad, en medio de una prosa, en general, correcta.