Hay pocas cosas más misteriosas en la infancia que los secretos familiares. En desentrañar las relaciones de parentesco, la historia de los objetos domésticos o la inquietante mirada de los muertos en las viejas fotografías se emplean muchas horas en los primeros años de la vida, y más aún si se tiene la oportunidad de husmear no en una sino en dos casas llenas de tesoros, como le ocurre a la protagonista de esta novela: la "casa de arriba", repleta de camas, que se habita de noche, y la "casa de abajo", concebida para vivir. Entre esos dos espacios, separados por una cuesta, discurre esta narración, que tiene algo de minimalista y mucho de poética. Las escenas, muy breves a menudo, se centran en los objetos más anodinos de la cotidianeidad, pero se entrelazan con sutileza para formar una implacable crónica del paso del tiempo, de las rémoras del pasado y de la nostalgia con que nos asomamos a tiempos y vidas pasados.
Se vale la autora de las metáforas musicales para componer su historia: una octava dice que separa a sus dos casas, los capítulos se dividen en movimientos, y cuando ya todo se pierde oye sonar "la música del tiempo". Si yo tuviera que encontrar una cadencia que se ajustara a esta prosa, sería el ritmo persistente de una lluvia tranquila tras los cristales: así ocurren las cosas en estas páginas, con esa tranquilidad, con esa tristeza. El relato es implacable, pero hermoso. Y la autora sabe deslumbrarnos con los pequeños detalles de una prosa que, según dice en su ficha biográfica, practica con lentitud. Algo nada frecuente en estos tiempos, por cierto.