Image: Nadie me mata

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Novela

Nadie me mata

Javier Azpeitia

7 junio, 2007 02:00

Javier Azpeitia

Tusquets. Barcelona, 2007. 258 páginas. 17 euros

Por lo que se advierte en las novelas publicadas hasta ahora, Javier Azpeitia no es un narrador conformista. Trata siempre de plantear problemas esenciales, aunque la superficie de sus relatos deje aflorar en ocasiones procedimientos de algunas modalidades narrativas de corte popular -en la novela y en el cine-, como las de la literatura de misterio. En Nadie me mata, los ingredientes fantásticos de la historia, las constantes rupturas temporales, el paralelismo entre lo que se desenvuelve ante los ojos del lector y lo ya consignado en una película previa donde los hechos actuales aparecen minuciosamente previstos, así como la continua transmigración del narrador que se encarna sucesivamente en los distintos personajes, son elementos constructivos desrealizadores que contrastan con un marco ambiental preciso en el que se desenvuelven, bordeando el límite de la ley, personajes que parecen salidos de una novela urbana de género: la ex prostituta, el policía corrupto, la drogadicta, tipos marginales que cobran vida en el relato que está componiendo una pintoresca escritora llamada Delfine Le Rumeur.

El lector acostumbrado a las narraciones lineales se encontrará tal vez desconcertado ante un relato que vuelve una y otra vez sobre los mismos hechos y parece caminar hacia atrás, porque, como explica la novelista a Laura, se trata de un juego donde "primero tienes que elegir qué cosas están en el pasado y qué cosas en el futuro, como si el tiempo no fuera un único fluido imparable", o también plantear el juego (es decir, el relato) "como si todo hubiera sucedido ya, y tú te dedicas a buscar a los culpables, las causas incausadas. Como si unas cosas sucedieran porque otras han sucedido" (p. 204). En la aceptación o el rechazo de estas u otras posibilidades opera la voluntad del creador, que crea el tiempo de la historia y lo organiza a su manera, aunque sea incapaz de encerrarlo todo, como sugieren las últimas líneas de la obra.

Los problemas de la creación artística (aquí, literaria y cinematográfica) y de sus límites y relaciones con la realidad están presentes en cada página, y, junto a todo ello, el juego con la identidad, con el conocimiento propio en medio de un entorno extraño, hostil e incomprensible, en un Madrid actual visto casi como un mundo futuro a la manera expresionista, con lugares hoscos, obras, epidemias y atentados cotidianos en que el autor desliza incluso algunos rasgos de humor, como en la escena del hospital (pp. 64 y 65) o en ciertos pasajes relativos al psiquiatra Ruperto Tadorna. Y tal vez sea en las pinceladas ambientales y en la habilidad para la composición de escenas de muy diversa índole -violentas, sombrías y macabras, pero también descoyuntadas y paródicas- donde brilla más el talento del escritor. Los temas esenciales, en cambio, quedan oscurecidos y teñidos de cierta ambigöedad. No se produce con la suficiente eficacia -digámoslo así, a la pata la llana- el ajuste, la correspondencia adecuada entre el notable edificio verbal e imaginativo creado mediante la fragmentación de la historia y la diversificación de perspectivas, por un lado, y ciertos aspectos del sentido del discurso, por otro. Es con frecuencia el peligro que acecha a las narraciones metafóricas o alegóricas. Nadie me mata es una novela audaz por su planteamiento, e interesante, aunque desigual. Y confirma que Azpeitia es un buen escritor, que no sólo ofrece una visión cargada de una considerable plasticidad visual, de carácter casi cinematográfico, sino que se encuentra, como prosista, muy por encima de la medianía habitual, si bien "quandoque bonus dormitat Homerus": no debió caer en expresiones tópicas como "me llamaron poderosamente la atención" (p. 196) o en el uso parasitario e inútil de ese prefijo auto- que tanto sobreabunda cuando no hace falta: "Fran se autoinculparía voluntariamente" (p. 91): máculas levísimas en una prosa rotunda y expresiva.