Image: Sujetos pasivos

Image: Sujetos pasivos

Novela

Sujetos pasivos

por Carmen García Romeu

26 julio, 2007 02:00

Lengua de Trapo, 2007. 250 páginas. 15’50 euros

El mundo de la burocracia, con sus prácticas a veces ininteligibles para el común de los mortales, puede ser enfocado desde ángulos diversos y dar lugar a obras dispares. Entre Kafka y Gonzalo Calcedo -por citar un ejemplo reciente- hay un sinfín de posibilidades que la literatura ha reflejado. He ahí un asunto que podría ser objeto de estudio, de uno de esos acercamientos temáticos que tanto abundan en cierto tipo de crítica. Sujetos pasivos se centra en este ámbito de los funcionarios, los niveles y los incentivos, y lo hace situando las acciones en una administración de Hacienda contemplada con una perspectiva humorística y levemente satírica. Al lector amante de clasificaciones hay que decirle desde el primer momento que se trata de una novela de humor, a ratos divertida y sin propósito alguno de trascendencia; una entretenida lectura de verano que muestra de refilón ciertas posibilidades, no suficientemente maduras ni desarrolladas, de una autora casi novel.

Sujetos pasivos es, más que un relato lineal, una serie de anécdotas, impresiones, noticias en forma de breves capítulos, todo ello yuxtapuesto con el método de las anotaciones de un diario no riguroso y puesto en boca de Carolina, una inspectora de Hacienda soltera que acaba de perder a su madre y se ve envuelta en extrañas intrigas: sufre pequeños robos cuando tiende sus prendas interiores, recibe algún anónimo, es investigada por una posible filtración de datos fiscales en la administración donde trabaja... Por debajo de estas acciones externas se adivina, aunque la autora no haya querido subrayarlo, un profundo sentimiento -que ni siquiera el humor atenúa- de soledad y de carencia afectiva, acentuado por la falta de alicientes vitales, por las superficiales relaciones con los compañeros de trabajo -sólo compensadas por la atención a la pintoresca lagartija llamada Cecilia-, por el recuerdo incesante de la madre muerta y sus consejos, incluso por el empeño de ocultar un tatuaje en el brazo que recuerda un lejano amorío frustrado. La unidad compositiva del relato es un tanto problemática, aunque todos los acontecimientos conduzcan hacia un final, y las aportaciones más destacables de la autora radican en el boceto de algunos tipos pintorescos que desfilan por la Inspección tratando de eludir las posibles sanciones, o en las inesperadas observaciones acerca de cansinos hábitos burocráticos y de personajes de la oficina -con caricaturas de funcionarios como el vacuo y sonriente jefe cuarto o regional-, así como en algunas escenas cercanas a la estirpe del humor absurdo, como la conferencia sobre los dinosaurios o la redada policial, efectuada con el mayor sigilo y donde un policía "va de incógnito con su chaleco fosforito y la pistola al cinto" (p. 228). Ni siquiera los recuerdos que podrían ser más emotivos escapan a esa visión casi esperpéntica. Así, la narradora consigna cómo su madre hubiera deseado que, una vez fallecida, los herederos esparcieran sus cenizas por el Corte Inglés: "Al fin y al cabo, hija, es el lugar donde más tiempo he pasado en esta vida". Y Carolina añade: "No nos dejaron. Y eso que movimos muchos resortes" (p. 39).

Aunque no renuncie a su peculiar visión humorística de las cosas, esta nueva escritora deberá ahondar más en sus historias y no quedarse en la superficie si quiere aprovechar sus buenas cualidades. Y convendrá también que vigile algunas construcciones desmañadas que aquí afean el texto: "Sólo quedamos despiertos los que nos van mal las cosas" (p. 72); "un grupo de chavales que se les nota que se han pelado la clase" (p. 167); "le ha dicho que tenga mucho cuidado adónde nos lleva" (p. 190). Y hay tópicos o usos desaconsejables: "tema" por "asunto" (p. 135), "arroja nueva luz" (p. 168), "girarse" por "volverse" (p. 33), o "he trabajado duro" (p. 63). Un estilo desenfadado y coloquial no está reñido con la limpieza idiomática.