Novela

Una gota de ámbar

Emilio Gavilanes

18 octubre, 2007 02:00

Emilio Gavilanes. Foto: Ana Gavilanes

Ediciones de La Discreta. Alpedrete, Madrid, 2007. 101 páginas. 11’54 euros

Una mirada superficial vería en Una gota de ámbar una colección de breves relatos o estampas sin título. Si se examina con más atención resulta ser una novela corta, compuesta por veintitantas secuencias, cada una de las cuales, que aloja personajes y escenas independientes en los distintos pisos de una vivienda, se cierra con la misma información: un golpe súbito y estruendoso que se oye en toda la casa y que deja en suspenso a los vecinos. El autor ha puesto en práctica una técnica compositiva que ensayaron con diferente intensidad Jules Romains, André Gide o Aldous Huxley, entre distintos autores (y hay algunos pasajes de novelas como La colmena o El Jarama donde se intenta lo mismo): el llamado simultaneísmo, esto es, la anulación de la forzosa linealidad del lenguaje mediante la presentación de escenas que, aunque expuestas sucesivamente, ofrezcan indicios de que pertenecen al mismo tiempo de la historia y son simultáneas.

En Una gota de ámbar, cada una de las escenas que recogen momentos de vida doméstica se interrumpe cuando suena el fortísimo ruido porque todas estaban sucediendo al mismo tiempo. Por lo demás, los momentos que van anotándose, pequeñas tranches de vie, son apenas destellos fugaces -una conversación, una leve disputa, los pensamientos de un personaje ensimismado, el sobresalto causado por una niña que persiste en quedarse encerrada en una habitación pese a los requerimientos de los padres- que acreditan buenas dotes de observación y, sobre todo, una indudable soltura en los diálogos -más propios de una comedia urbana de carácter realista, pero que no van más allá de una contemplación superficial, acaso porque la misma naturaleza del planteamiento narrativo no permitía otra cosa.

Los cuadros no pasan, en efecto, de esbozos, y los personajes aparecen simplemente abocetados, sin que casi nunca se nos permita acceder a su interior. El dramatismo del último fragmento, con la pormenorizada acumulación de noticias que dejan entrever una vida desdichada y descubren el enigma del estruendo, no basta para modificar esta impresión. Le ha preocupado más al autor reforzar los nexos que enlazan unas escenas con otras mediante el recurso de presentar la misma acción vista desde ángulos distintos. Así, el "joven que lleva una bolsa de basura en la mano" y que se cruza fugazmente con un vecino en la página 11 es el mismo que "baja sin detenerse" y "se cruza con el vecino de al lado" en la página 92; el muchacho que anuncia su propósito de pedir dinero a su madre (pág. 80) lo ha hecho en una escena colocada anteriormente en el orden de la lectura (pág. 75) y centrada en la perspectiva de la madre. Hay varios enlaces de este tipo (páginas 34 y 47, 44 y 52, 45 y 53, 60 y 72, etc), análogos, sin ir más lejos, a los que Cela utilizó con extraordinaria maestría en La colmena, con una sutileza y una complejidad que parece difícil superar. Un autor bien dotado para escribir se ha conformado en este caso demasiado pronto.