Cuando llevábamos un sueño en cada trenza
Eugenio Suárez-Galbán
15 noviembre, 2007 01:00El registro -con la excepción de los monólogos evocadores de la monja- es marcadamente coloquial y hasta vulgar. Además de los crudos laísmos y loísmos de casi todos los personajes -no de la monja, claro está-, el léxico abunda en vocablos barriobajeros y en palabras de moda encastradas en el irrestañable discurso oral de los personajes: molar, tronco, -a, flipar, las titis, trolar, chapear, demasié, etc. Es curioso que recursos frecuentísimos del habla coloquial de hoy, como el uso casi exclusivo del prefijo super- para el incremento superlativo, hayan quedado al margen. El caso es que, salvado el carácter documental que esta obra tendrá dentro de unos años para acreditar el uso de formas idiomáticas que, en gran parte, se habrán desvanecido, el error al utilizarlas para la caracterización lingöística es precisamente su demasía. Nadie habla con tal acumulación de formas coloquiales. Es su densidad en el discurso, la desmedida frecuencia de su aparición lo que acaba proporcionándoles una sombra de inverosimilitud, de artificio que, pretendiendo reflejar una realidad, la distorsiona. No es creíble que Pili, al narrar la cruel broma de que ella y sus amigas fueron objeto y hablar de "los muy cabrones", de que "se habían pirado", de un hombre "acojonado" y unos "munis" (o policías municipales), añada que "la Puri empezó a sollozar" (p. 54) ¿Quién utilizaría ese verbo en tal contexto? En este plano de construcción idiomática, de creación de un friso de personajes y de historias apoyada en el lenguaje, residen el mayor mérito y, a la vez, los puntos flacos de la novela. La uniformidad lingöística lo iguala todo, actúa como un corsé que ciñe a los personajes -hay que repetir que con la excepción de la monja, el personaje más hondo, cuya historia va descubriéndose poco a poco- y les impide diferenciarse de un modo adecuado.