Novela

Cuando llevábamos un sueño en cada trenza

Eugenio Suárez-Galbán

15 noviembre, 2007 01:00

Kailas. Madrid, 2007. 226 páginas, 16’90 euros

Eugenio Suárez-Galbán es más conocido en el mundo de la filología por sus trabajos de investigación y crítica que por sus ocasionales incursiones en la creación literaria. Como muchos profesores de literatura, ha dado con algunos títulos la impresión de haber vivido bastantes años haciendo coexistir su actividad oficial con su vocación íntima. Cuando llevábamos un sueño en cada trenza es obra de un escritor con múltiples lecturas, que erige su historia, sobre todo, como una cuidada construcción verbal. Todos los capítulos son otros tantos monólogos de diversos personajes femeninos -Puri, Pili, Trini...-, amigas desde la infancia y que van desvelando su "lucha por la vida" cuando se reúnen en el bar de Lucio -que funciona aquí como espacio común a la manera del café de doña Rosa en La colmena-, otro personaje cuyos monólogos interiores completan las informaciones de las mujeres y aportan nuevos datos y puntos de vista. Al margen del bar -y con un encaje un tanto caprichoso-, los monólogos de una anciana monja, la hermana Patrocinia, que fue maestra durante muchos años y que es hija de un represaliado político, permiten retrotraer algunas informaciones hasta tiempos anteriores a la guerra civil y los años de la represión subsiguiente. Los encuentros entre las amigas ayudan a trazar un panorama de la sociedad actual en algunos de sus aspectos: el acceso progresivo de la mujer al trabajo, la precariedad de muchas relaciones personales, la inmigración... Los destinos de las jóvenes son diversos y hasta divergentes, si se piensa, por ejemplo, en que Pili acaba como policía municipal mientras que Puri se dedica a la prostitución. Estos distintos caminos deberían tal vez haberlas diferenciado más, pero lo cierto es que, salvo por sus acciones, todas se parecen, y ello porque al autor le ha preocupado sobre todo la caracterización idiomática.

El registro -con la excepción de los monólogos evocadores de la monja- es marcadamente coloquial y hasta vulgar. Además de los crudos laísmos y loísmos de casi todos los personajes -no de la monja, claro está-, el léxico abunda en vocablos barriobajeros y en palabras de moda encastradas en el irrestañable discurso oral de los personajes: molar, tronco, -a, flipar, las titis, trolar, chapear, demasié, etc. Es curioso que recursos frecuentísimos del habla coloquial de hoy, como el uso casi exclusivo del prefijo super- para el incremento superlativo, hayan quedado al margen. El caso es que, salvado el carácter documental que esta obra tendrá dentro de unos años para acreditar el uso de formas idiomáticas que, en gran parte, se habrán desvanecido, el error al utilizarlas para la caracterización lingöística es precisamente su demasía. Nadie habla con tal acumulación de formas coloquiales. Es su densidad en el discurso, la desmedida frecuencia de su aparición lo que acaba proporcionándoles una sombra de inverosimilitud, de artificio que, pretendiendo reflejar una realidad, la distorsiona. No es creíble que Pili, al narrar la cruel broma de que ella y sus amigas fueron objeto y hablar de "los muy cabrones", de que "se habían pirado", de un hombre "acojonado" y unos "munis" (o policías municipales), añada que "la Puri empezó a sollozar" (p. 54) ¿Quién utilizaría ese verbo en tal contexto? En este plano de construcción idiomática, de creación de un friso de personajes y de historias apoyada en el lenguaje, residen el mayor mérito y, a la vez, los puntos flacos de la novela. La uniformidad lingöística lo iguala todo, actúa como un corsé que ciñe a los personajes -hay que repetir que con la excepción de la monja, el personaje más hondo, cuya historia va descubriéndose poco a poco- y les impide diferenciarse de un modo adecuado.