Image: Un día de cólera

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Novela

Un día de cólera

Arturo Pérez-Reverte

13 diciembre, 2007 01:00

Arturo Pérez-Reverte. Foto: Chema Tejada

Alfaguara. Madrid, 2007. 394 páginas, 19’50 euros

Un día de cólera, aún caliente -recién salida del horno de Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951)- es más que una novela histórica al uso. Tiene, entre sus posibilidades de lectura, la detallada prolijidad de la crónica narrada por un reportero y el dolor contenido y juicioso de un testimoniante: "-¿De dónde viene usted, amigo Molina? -¿De dónde va a ser? Del parque de artillería. De batirme por la patria. -¡Atiza! ¿Y cómo ha sido la cosa? -Heroica."

La linterna omnisciente del deus ex machina va iluminando a los actores de la trama y los presenta uno a uno, moviéndolos de manera radial hasta llevarlos al centro de la escena, concentrándolos en el único protagonista de esta historia: el 2 de mayo de 1808 y su último reducto de resistencia: el parque de armamentos de Monteleón, a la vez que nos muestra, sin posicionamientos, los más variados grados de emociones motrices, que van desde la exaltación patriótica del capitán Pedro Velarde, pasando por la cobardía de la Junta de Gobierno y del clero; el distanciamiento de la aristocracia, la envidia, la traición, ciertos gestos elegantes entre ambas partes contendientes, la virulencia de un pueblo herido y acéfalo, la crueldad de las tropas ocupantes, para cuajar, como un punto luminoso en medio del caos, en el sereno y equilibrado estoicismo del capitán Luis Daoiz, quizá la cabeza mejor amueblada, el espíritu más templado de cuantos actuaron ese día, ya sea obligados por sus propios códigos o por las imponderables circunstancias, para dejar en el hueso la irresponsable temeridad de unos y la repugnante decantación de otros a favor del poderío napoleónico. En el medio, los sencillos habitantes de un Madrid indefenso, lastimado en su amor propio y dispuesto a morir impulsado por esa estremecedora ingenuidad de la que deriva, en la mayoría de los casos, el tan alabado heroísmo.

A lo largo de su carrera, Pérez-Reverte ha demostrado tener una íntima relación con el éxito -lo cual ha hecho fruncir la nariz y el entrecejo de quienes se tornaron susceptibles a un puritanismo literario injustificado- y podemos aventurar que en este caso nos encontramos ante uno de sus mayores retos como escritor. La escueta desnudez de los hechos en sí mismos no deja espacio para la imaginación y las florituras, tan habituales en la novela histórica, donde la conjugación de ambos términos -historia y novela- balancea y justifica la subordinación de un género al otro en función de las necesidades de ambos. Pero no es el caso de esta obra, donde la propia exuberancia de los sucesos exige del autor llevar las riendas con mano firme, cediéndole la potestad al que fuera corresponsal de guerra.

La seriedad profesional de Pérez-Reverte se muestra en la precisión con que maneja los recursos del idioma, así como en la capacidad para arrastrar al lector, implicándolo en la gama de sentimientos suscitados por unos lances que, si bien no pueden aportar el elemento sorpresa -pocos habrá que no conozcan lo ocurrido y su desenlace- sí, al particularizar nombres, edades y circunstancias personales de los involucrados, los restituye a su cualidad humana, rescatándolos del mármol, las meras estadísticas y de lo que es peor: el anonimato de la costumbre. No son nombres de barrios y de calles. Son personas, no personajes, sobre cuya memoria de sangres y reverberaciones colocamos los pies cuando paseamos por la Plaza de Oriente, la calle de la Bola, o el castizo barrio de Malasaña.