Image: Dos historias romanas

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Novela

Dos historias romanas

Carlos Pujol

10 julio, 2008 02:00

Destino. Barcelona, 2008. 259 páginas, 17 euros

La dilatadísima carrera como traductor de Carlos Pujol (Barcelonba, 1936) dejó entrever pronto la presencia de un escritor que, con cierta regularidad, ha ido ofreciendo muestras de su faceta creadora más personal. No es un caso único de traductor-escritor, y bastará recordar someramente algunos nombres recientes -Mariano Antolín Rato, José María Valverde, Javier Alfaya, Justo Navarro, Javier Marías o Manuel Talens, entre muchos- para advertir la frecuencia de esta duplicidad de actividades cuya historia, al menos desde el siglo XVIII, sería suficiente para ocupar un grueso volumen. En el caso de Pujol, su prolongada frecuentación de la literatura ha repercutido en la creación de una obra culta, refinada y llena de evocaciones artísticas y literarias, plasmada, por lo general, en un lenguaje preciso y contenido, sin estridencias, en el que incluso los diálogos, sin perder fluidez ni verosimilitud, se mantienen dentro del registro medio culto del lenguaje. Dos historias romanas contiene, como su título sugiere, dos novelas cortas, tituladas "La plaza de piedra" y "La lección del fantasma", cuyo nexo de unión es tan sólo el marco topográfico de las historias: la ciudad de Roma, acotada en dos etapas diferentes. La primera se sitúa en el último tercio del siglo XIX y la segunda poco antes de la entrada de Italia en el Eje y su participación en la segunda guerra mundial. En ambos casos, además, el personaje narrador es un español que vive en Roma. El de "La plaza de piedra", por decisión propia, tras ceder los negocios familiares a sus parientes y hacer de Roma un refugio placentero y liberador. En "La lección del fantasma", el viaje a Roma se hace a petición de una hermana que solicita ayuda. En ambos casos existe el mismo deslumbramiento por la ciudad, idéntica fascinación por su pasado, análoga reflexión acerca de los recuerdos personales. Es significativo el caso de Sam Singleton, el pintor miope de "La plaza de piedra", que confiesa: "Antes de pintar un paisaje lo he contemplado largamente con gafas. Cuando lo pinto ya no" (p. 144). Y el narrador advierte: "O sea que no pinta lo que ve, sino lo que recuerda" (p. 145). Porque, al margen de las leves tramas de sucesos que sostienen las dos historias, ambas se convierten esencialmente en meditaciones sobre el tiempo, sobre la mudanza de las cosas -como los edificios antiguos, las calles renovadas, los viejos palacios- y también de los seres humanos, entregados a la reviviscencia incesante de un pasado que se desvanece, de una juventud ya lejana que de modo inconsciente se desearía recuperar. Y, en cierto modo, algunos personajes lo consiguen. En "La plaza de piedra", los Bath volverán a su tierra y se harán cargo de un sobrino huérfano -es decir, crearán, aunque tardíamente, una familia-, e incluso el narrador hallará inesperadamente la posibilidad de una nueva forma de existencia, porque, como asevera al cerrar su discurso, -"la vida siempre vuelve a empezar" (p. 163), lo mismo que hace Pilita -que también encontrará su razón de ser en la adopción de dos huérfanos de la guerra- al final de su carta en "La lección del fantasma": "El tiempo no se acaba, siempre vuelve a empezar" (p. 253).

Pero ni la presencia como leitmotiv del tempus edax rerum ni el desfile de seres solitarios y desnortados que ostentan estas páginas -los extranjeros de "La plaza de piedra", los perseguidos de "La lección del fantasma"- llegan a proporcionar a las historias un tono dramático. Hay, sí, alusiones a las peligrosas circunstancias históricas en que se vive -los últimos embates contra los Estados Pontificios, la formación del fascismo-, pero predomina sobre todo una mirada melancólica que es la del contemplador maduro y desengañado, aderezada por una ironía que llega hasta las listas de dramatis personae que rematan cada novela y que encuentra su mejor hallazgo en el retrato de Pilita, personaje impagable cuyas réplicas y observaciones no desmerecerían en una comedia de Oscar Wilde. Compruébelo el lector por sí mismo.