Image: León de ojos verdes

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Novela

León de ojos verdes

Manuel Vicent

11 diciembre, 2008 01:00

Manuel Vicent. Foto: Antonio Moreno

Alfaguara. Madrid, 2008. 200 páginas, 18 euros

La literatura de Manuel Vicent se ha desarrollado siempre, desde su ya lejana novela Pascua y naranjas (1966), por senderos muy cercanos a la crónica -género en el que ha ofrecido notables muestras periodísticas- y el memorialismo con vestidura narrativa. León de ojos verdes no es una excepción. Se trata de los recuerdos fragmentarios de un narrador adolescente -llamado Manuel (pág. 155)- que evoca algunos sucesos y personajes situados en el verano de 1953, en la zona castellonense de Benicasim, de donde procede el autor. Que la distancia temporal haya podido contribuir tal vez en este caso a deformar o dotar de cierto relieve los hechos seleccionados no rebaja demasiado su carácter marcadamente autobiográfico, y sitúa la obra más en la línea de los Souvenirs d’enfance et de jeunesse, de Renan -o de su más nítido equivalente español, los Recuerdos de niñez y de mocedad unamunianos-, que de la literatura narrativa de ficción. Porque lo que aquí se ofrece son, en efecto, recuerdos -más o menos fieles a una realidad extratextual- que, por imperativos del género, no necesitan vertebración alguna, ya que surgen de evocaciones sueltas y no supeditadas a un orden cronológico. Como no es cuestión de valorar aquí la exactitud de la correspondencia entre lo narrado y lo vivido, como habría que hacer con un discurso histórico o autobiográfico, hay que buscar el interés literario en la organización de los materiales seleccionados, en la originalidad de la historia o en la intensidad expresiva del relato. Y aquí es donde al lector se le plantean numerosas dudas ante la obra, porque León de ojos verdes se limita a ensartar varias historias -en algunos casos, más bien anécdotas- cuyo único nexo, además de la perspectiva unitaria del narrador, consiste en referirse a personajes relacionados con el hotel playero en que se encuentran: la cocinera María, un conde, el coronel Morata, una muchacha tullida, el anciano Gabriel Casamediano…

Los episodios se suceden caprichosamente, sin que se advierta su pertenencia a una estructura superior, y podría haberse modificado su orden sin que el conjunto se alterase, porque es una aglomeración inorgánica, una suma de factores de disposición intercambiable. Y algunos suscitan no pocos reparos. El de la navegación a las Columbretes de Manuel y el coronel, muy desvaída, parece compuesta para exhibir numerosos términos del léxico marinero, que se acumulan un tanto ingenuamente en series: driza, escota, cabo, cornamusa, rodela, botavara, foque, estay, etc. (p. 132). La historia titulada "El largo viaje de Paula Jaramillo" utiliza motivos temáticos y hasta giros expresivos que la convierten en una pálida mímesis de García Márquez. El relato de la peregrinación de María por diversos presidios en busca de su marido, aun incurriendo en ciertos lugares comunes, podría haber alcanzado ciertas cotas dramáticas que se malogran por un uso inadecuado y preciosista del lenguaje: hay una carretera de "adoquines descarnados"; el paisaje está "en silencio, a merced de algún graznido de cuervo"; María "parecía determinada a agotar a pie un largo camino con sus propios pasos"; el campo se extiende "a ambos lados de la cuneta" (p. 37); "la tempestad arraigó muy fuerte", "parecía un hombre a quien la naturaleza le hubiera cruzado el cuerpo de arriba abajo" (p. 39). El hecho de que el narrador sugiera más adelante (p. 119) que la historia de María forma parte de las "primeras tentativas" del autor y aluda a las observaciones críticas hechas en su momento por el doctor Aymerich, no justifica la debilidad del relato, ya que en ningún momento el libro se presenta como una recopilación de narraciones juveniles. Sólo la historia de Lydia, con su evocación de un primer amor, alcanza un grado de hondura suficiente. Lo demás es superficial y precipitado. Cuando, desde el mar, el coronel apunta hacia la silueta del hotel Voramar, ¿cómo puede afirmarse que "señaló la tercera habitación de la segunda planta"? (p. 136). Y sorprenden en un prosista como Vicent descuidos de este tipo: "Yo quería ser un escritor duro. No lo era suficiente, según parece" (p. 120).