Image: El chino

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Novela

El chino

Henning Mankell

18 diciembre, 2008 01:00

Henning Mankell. Foto: Domenec Umbert

Traducción de Carmen Montes. Tusquets. Barcelona, 2008. 480 páginas, 20 euros

En una célebre reseña, Cesare Pavese definió Santuario de William Faulkner como "una novela policíaca demasiado ambiciosa". La frase le cuadraría mucho mejor a esta última novela de Henning Mankell (Estocolmo, 1948), el maestro de la literatura sueca cuya obra se circunscribe casi exclusivamente dentro del género negro.

Como si se retrotrajera a sus orígenes, Mankell inicia El chino con una escena calcada de la primera novela de la serie del inspector Wallander, Asesinos sin rostro, sólo que a través de una lupa de aumento. Si entonces eran dos ancianos muertos en una granja, aquí son 19 cadáveres los que aparecen destrozados a cuchilladas en Hesjüvallen, una pequeña localidad del norte de Suecia. La investigación está conducida por un policía local, Vivi Sundberg, una cincuentona que parece que va a llevarse el protagonismo hasta que aparece Birgitta Roslin, juez de instrucción y pariente lejana de una de las familias asesinadas.

La investigación sigue dos vías, la oficial y la secreta, perpetrada por la tozuda e imaginativa juez, quien pronto se da cuenta de que el brutal asesinato comprende una trama mucho más oscura que la psicopatía, una trama que -siguiendo la escala monstruosa planeada- abarca tres continentes y dos siglos. En la segunda parte, la narración da un salto a China, a mediados del siglo XIX, con la historia de tres hermanos que huyen hacia Cantón y que se sumerge en el comercio de esclavos en la época de la construcción del ferrocarril en Nevada. En la tercera, la narración da otro salto hasta la China actual, en un intento de reflejar las contradicciones de su clase dirigente. Un episodio en Zimbabue y un epílogo en el Chinatown londinense intentan conjugar todos los cabos de esta ambiciosa trama.

Lo más conseguido del libro está en la primera parte, donde Mankell narra minuciosamente la atmósfera helada tras la masacre, el shock de la policía y la lenta maquinaria de la investigación al ponerse en marcha. La segunda parte, con su aire de fábula, suena como una disonancia que no acaba de resolverse en ningún momento y que deja más cabos sueltos de los que resuelve. El retrato despiadado de los nuevos capitalistas chinos y su enfrentamiento con la vieja guardia, deudora de Mao, posee igualmente notas falsas: es evidente que Mankell toca aquí de oído y que la música se le va de las manos la mayor parte de las veces, en especial cuando intenta resumir el horror de la Revolución Cultural en unas cuantas notas apresuradas o cuando la mala conciencia termina por boicotear la narración. No hay manera de entender, ni moral ni históricamente, la excusa anticolonialista en que se basa la novela: la peregrina idea de que los hijos son culpables de los crímenes de los padres.

En el aspecto puramente policíaco nos hallamos también ante una de las tramas más flojas y desangeladas de Mankell, con un lector que en todo momento sabe más que todos los personajes juntos y que planea por encima del misterio como un ángel omnisciente, pero a quien tampoco le satisfacen los móviles de la venganza, las pistas falsas y los huecos que quedan sin resolver.

Cuánto echamos de menos a Wallander.