Image: Nada que temer

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Novela

Nada que temer

Julian Barnes

5 marzo, 2010 01:00

Julian Barnes. Foto: Quique García

Traducción: Jaime Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2010. 304 páginas, 19 euros


Pocas veces tenemos la oportunidad de visitar el taller de un narrador en plenitud de facultades como Julian Barnes (Leicester, Gran Bretaña, 1946), guiados por estas memorias familiares tituladas Nada que temer que pertenecen a lo que en el mundo anglosajón se ha dado en llamar "narrativa de no ficción": recuerdos novelados que, en este caso concreto, superan con mucho el habitual y tedioso recuento de los fantasmas imaginados en la ficción.

En realidad, nos hallamos ante una exposición cabal y analítica de los miedos y preocupaciones vitales de un escritor, considerados desde la perspectiva de la muerte y del acto mismo de morir. A semejanza de Philip Roth, quien en sus últimas novelas representó con todo lujo de detalles la decadencia corporal y mental del ser humano cruzando el umbral de la vejez, Barnes narra las circunstancias en que murieron sus padres con los abuelos en el trasfondo, así como sus propios miedos a la desaparición definitiva. También busca en las muertes de eminentes escritores, como los hermanos Goncourt, Jules Renard, Montaigne, Somerset Maugham y otros, algunas lecciones útiles para afrontar el propio paso al más allá o a la nada, según se piense. Sus propios padres y su hermano, el filósofo Jonathan Barnes, le sirven en todo momento de punto de comparación. Hay algo inquietante en el fondo de este libro, que es narrativo pero no ficción, insisto, pero en el que recorre todas sus obsesiones: la muerte, la religión, el arte, la literatura, Dios... Cuando leemos un texto narrativo, sea novela o recuento biográfico, los lectores además de seguir el desarrollo de la acción buscamos extraer una experiencia literaria en la que en última instancia aprendemos cómo somos los seres humanos. Pero en este libro Barnes ha querido mezclar esa reflexión con la de qué somos, uniendo el deseo del lector de saber cómo somos con la curiosidad de conocer qué somos, a la que habitualmente la ciencia intenta dar respuesta. Naturalmente, el valor del yo, de la personalidad humana, aparece cuestionado.

Según Barnes, la liberación del hombre, el yo como medida de todas las cosas, propio de la era modernista, en cuyos coletazos todavía configuramos nuestra personalidad individual, pierde importancia. Por eso pasamos del "Dios ha muerto y sin Él los seres mismos pueden por fin abandonar su posición genuflexa y asumir su altura plena" (pág. 75) del hombre moderno a darnos cuenta de que a pesar de esa supremacía (Rubén Darío cantaba a los poetas como torres de Dios) seguimos siendo unos enanos, pues la fuerza de los genes determina una parte de la conducta de ese yo. Las consecuencias son desoladoras: si el ser carece de la fuerza que le atribuimos cuando adquirimos "una conciencia evolutiva de nuestra identidad como especie" (pág. 100), perdemos en peso específico como persona.

No tan trágico
Sin embargo, lo que en principio parece trágico, quizás lo sea menos. La religión ha sido una fuente de consuelo para el hombre ante las incertidumbres de la vida más allá de la muerte, pero ha dejado en el presente de tener una presencia importante en la vida de las personas, aunque Barnes reconozca que, a pesar de no creer ya en Dios, le echa de menos e ironiza esa idea del hacerse del hombre en uno de sus pasajes más duros del libro, cuando afirma que hoy en día solemos definirnos por el empleo que tenemos, la propiedad de una casa, las vacaciones que tomamos, los ahorros acumulados, o por las proezas sexuales que somos capaces de acometer o el cuidado de nuestro físico, gracias a las visitas al gimnasio. "Todo esto contribuye a la felicidad, ¿no?... ¿No? Es el mito que hemos elegido" (pág. 77). Y concluye que Norteamérica se ha convertido en el ejemplo perfecto del presente, porque allí el consumismo desenfrenado (la propiedad, los coches, el físico) va unido con la religión, que cada día se hace más presente en la vida social. Nosotros, los europeos, hemos abandonado la religión en masa para adorar el materialismo de la vida cotidiana.

Mención especial merecen las reflexiones de Barnes sobre el arte, que, según el inglés, a partir del romanticismo vino a sustituira a la religión como consuelo del incierto destino, aunque tradicionalmente también se le ha concebido como algo que suavizaba el tránsito a la otra vida. De hecho, conocemos el efecto del arte italiano en Stendhal, cuando se firmaba Henri Beyle: la visita de Florencia le dejó tocado; la visión del arte preservado en sus iglesias le produjo incluso un cierto y leve mareo, el arte le permitió vivir ese instante trascendental en que tocaba el más allá, el consuelo del más allá, admirando los sueños de los grandes artistas florentinos. Después, compulsando los datos, quizás el efecto fue causado por otras circunstancias, el cansancio o lo que fuera. La novela actual, prosigue Barnes, está "rezagada con respecto a la realidad probable" (pág. 226). Sin embargo, desempeña una función igualmente importante, similar a la de las religiones, que quizás fueron las primeras invenciones de escritores de ficción. La literatura, concretamente las novelas, cuentan "historias hermosas, seductoras, que contienen verdades duras y correctas" (pág. 99), las de los hombres. Podremos vivir predeterminados por la genética, pero la dura realidad, la impredecibilidad de los sentimientos y actitudes humanas sigue presente. El amor, por ejemplo, que ha perdurado a lo largo de los siglos, hace a los hombres tener alas, y sus manifestaciones siguen resultando fascinantes.

Los padres de Barnes nunca le dirigieron frases como "te quiero", pero en momentos cruciales el amor se hacía evidente. Barnes recuerda como estando su madre ya moribunda, él fue a preguntar al médico cuánto tiempo le quedaba de vida. Cuando regresaba por el pasillo del hospital intentando encontrar una verdad a medias para dulcificar el diagnóstico, vio desde la distancia a la madre hacerle un gesto, el pulgar de una mano iba hacia abajo. Las palabras resultaron innecesarias, y la ternura les atenazó a ambos.

Los novelistas y la novela resultan, concluye Barnes, algo especial. A la fama del presente la sustituirá el olvido del autor, del libro, que cada vez se publicará menos, hasta que quede un solo lector. Un fin. Pero la narrativa posee un enorme poder: "La ficción se elabora mediante un proceso que combina la libertad total y el control absoluto, que equilibra la observación precisa con el libre juego de la imaginación, que usa mentiras para decir la verdad y verdades para decir mentiras" (pág. 289). Excelente definición. Capta la riqueza del proceso de elaboración, el control del autor, tan flaubertiano, con la imaginación creadora, y podemos añadir, el recuerdo modificado por el paso del tiempo, que ayuda a enunciar verdades que dicen lo que no es, pero que a la vez son la verdad de la ficción de la vida. La genética podrá robarnos el qué somos, pero el cómo somos permanecerá en la página literaria. En verdad, hay muchos finales a una vida, a un libro, a una historia. Todos resultan apropiados, pero depende de cómo los enunciemos, con qué tipo de signos lo representemos: FIN o Fin o Fin, según dice Barnes en un libro indispensable por su honestidad, desolación y altísima calidad literaria e intelectual.

Pat Kavanagh

La muerte de la mujer de Barnes

Siete meses después de la publicación de Nada que temer en Gran Bretaña, en marzo de 2008, fallecía la mujer de Julian Barnes, Pat Kavanagh. La lúcida y desnuda exposición del miedo a la muerte que ofrecía su último libro era inesperadamente iluminada por la desaparición de su esposa. Kavanagh había sido una conocida agente literaria, representante durante 23 años del también escritor inglés Martin Amis hasta que éste sucumbió a los encantos de Andrew Wylie, "el chacal", el legendario agente cuyo apelativo no necesita ser explicado. Aquello acabó con la amistad entre Amis y Barnes. Una segunda y más malévola versión afirma que la pelea con su amigo fue previa: Amis habría cambiado de agente por un puro y simple acto de despecho.