Persona
Ingmar Bergman
26 marzo, 2010 01:00Ingmar Bergman. Foto: Archivo
El guión novelado resulta un texto literario espléndido, y su lectura permite comprender que el ámbito del yo representado simbólicamente por Antonio Machado en sus galerías del alma, el lugar donde el sentir humano cobija sus secretos, ha desaparecido. En su lugar tenemos hoy un vacío. Y lo peor es que en ese hueco, un espacio desolado, se escuchan los gritos seguidos de silencios (El grito de Munch). Ambos nos hacen llevar las manos a los oídos, para taparlos. La última guerra dejó una herida abierta en la sociedad sueca, cuando los ideales chocaron con la realidad en toda su crudeza, mientras la normalidad se veía amenazada por numerosas miserias y por los residuos del nazismo.
Contra ese trasfondo socio-cultural transcurre la historia de Persona. Una renombrada actriz, Elisabet Vogler, se encuentra en un hospital, pues mientras interpretaba el papel de Electra en el teatro enmudeció; durante un pasaje trágico le entró la risa. Cuando lleva tres meses sin hablar, entra a su servicio la enfermera Alma, con quien saldrá del hospital para continuar su restablecimiento en la casa de la doctora junto al mar. Las mujeres se parecen mucho en lo físico, tanto que en la película lo encarnaron dos actrices de físico parecido. Alma habla continuamente a Elisabet, pero ésta nunca responde. Y tal silencio provoca a la enfermera el deseo de contar episodios de su vida, mientras la actriz convalece. Poco a poco consigue "recuperar sensaciones elementales, aunque olvidadas; me refiero a cosas tan sencillas como el hambre voraz antes de la cena, la infantil somnolencia de media tarde" (p. 57). Y así, con el tiempo, tras dejar la mente en blanco, la actriz recobra la salud, y puede regresar a la escena.
A Bergman le gustaba redactar los guiones de una manera peculiar. Jamás escribía un texto definitivo, donde todo quedara consignado de forma tradicional, digamos, las descripciones de los decorados o los diálogos listos para su recitado. Por el contrario, ofrecía un texto novelado a modo de melodía, que los actores debían de reconocer, y a partir de ahí, siendo lectores cómplices, interpretar los sentimientos sugeridos. Una invitación a la lectura muy de su época, semejante a la extendida por nuestro Cortázar.