Image: El original de Laura

Image: El original de Laura

Novela

El original de Laura

Vladimir Nabokov

14 mayo, 2010 02:00

Vladimir Nabokov. Foto: Archivo

Traducción de Jesús Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2010. 176 páginas. 18'50 euros


No se podría pedir mayor diligencia a Anagrama, que no ha tardado ni medio año en traducir el borrón de una novela que Vladimir Nabokov estaba escribiendo cuando su muerte. Es su hijo el que asume ahora, 30 años más tarde, la responsabilidad de contradecir la voluntad del escritor. Su esposa no destruyó el original, acaso recordando cómo rescató el manuscrito de Lolita cuando su autor había ordenado incinerarlo, pero no se atrevió a tanto como Dimitri, quien transcribió las 138 fichas de cartulina rayada que constituyen esta "novela en fragmentos" subtitulada Morir es divertido.

La polémica está servida. Ya se han pronunciado nabokovianos a favor y en contra. Y se han reavivado las consideraciones previsibles acerca del respeto a las últimas voluntades de los escritores, el derecho a preservar su imagen póstuma, la legítima curiosidad de los lectores y estudiosos o la mención perdonavidas de los puristas hacia lo que de auténtico fetichismo literario pueda haber aquí.

Fetichismo que se hace manifiesto en la impecable edición encuadernada de The Original of Laura que Alfred A. Knopf publicó en Nueva York en noviembre pasado. La trascripción y los preliminares está compuestos en un tipo nuevo que la diseñadora Zuzana Licko creó a partir del clásico Bodoni, y el papel es de considerable gramaje, pero mucho más interesante es lo que sucede con el facsímil de las "index cards": el perímetro de cada una de las fotos está perforado de modo que con una leve presión podemos hacernos con la pieza y guardarla en un fichero como lo hubiese hecho el propio Nabokov.

Anagrama no llega a tanto; piensa menos en el fetiche y más en el público común. Cabe también invitar al festín a un tercer grupo de privilegiados: los eruditos. En 1988 constituyó un verdadero acontecimiento la publicación completa de los hasta entonces inéditos o muy parcialmente conocidos Carnets de travail de Gustave Flaubert, conjunto de una treintena de cuadernos manuscritos de inestimable riqueza documental para el conocimiento del modus operandi del escritor francés, a partir de cuyo estudio surgió la llamada "genética literaria". Recordemos asimismo la conversación entre Rubén Darío y Bradomín, cuando el marqués le dice al poeta que "los versos debieran publicarse con todo su proceso, desde lo que usted llama monstruo hasta la manera definitiva. Tendrían entonces un valor como las pruebas de aguafuerte".

Sinceramente: poca agua se puede sacar de este pozo aquí. Se nos da solo una versión, bastante elaborada en la mayoría de las fichas y en otras con poco más que algunas palabras o sugerencias. Hay tachaduras simples que se transcriben, pero las más firmes y oscuras no son objeto de ninguna recuperación ni conjetura. Lo que sí cabe es especular acerca de cómo sería la novela entera, pues se nos proporciona material suficiente para ello. Hay dos personajes principales: Laura (o Flora), una veinteañera de origen ruso cuya trayectoria erótica se traza hasta el momento de su matrimonio con un eminente y barrigudo doctor, Philip Wild. El profesor está escribiendo un libro sobre sus investigaciones acerca de un esotérico "arte de darse muerte a uno mismo" logrado mediante "un esfuerzo de autoobliteración dirigido por un esfuerzo de la voluntad". Y ambos esposos se están convirtiendo a la vez en los protagonistas de un roman à clé titulado "Mi Laura" escrito por uno de los amantes de ella, Ivan Vaughan. Eros y Tánatos.

¿Suficiente para que el lector común pueda experimentar, y no por mero fetichismo, el placer del texto? Creo que sí, sin aceptar las hipérboles filiales que nos hablan de "una obra maestra embrionaria", innovadora "en estructura y estilo". Todo lo contrario: El original de Laura es un Nabokov auténtico no solo porque el mito de Lolita y el profesor Humbert reaparezca aquí con Laura y Hubert H. Hubert, el amante inglés de su madre, sino también por el reiterado juego con las palabras que tan del gusto era del escritor de San Petersburgo.