Image: Correr

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Novela

Correr

Jean Echenoz

22 octubre, 2010 02:00

Jean Echenoz. Foto: Santi Cogolludo

Traducción de Javier Alviñana. Anagrama. Barcelona, 2010. 140 páginas, 14,50


Ahora que Jean Echenoz (Orange, 1947) ha publicado un libro titulado Correr, la siguiente afirmación me puede hacer quedar, lo admito, como un listillo. Sin embargo, vamos allá: Echenoz estaba destinado a publicar un libro titulado Correr. Me explico. Durante años, para arrancar mis clases de literatura he usado estos dos versos de Huidobro: "los cuatro puntos cardinales/ son tres: Norte y Sur". Me parecía que explicaban muy bien qué es la literatura: un territorio con leyes propias y libres. Pero ahora entiendo que el fragmento tiene también una lectura estrictamente física: lo que se pierde a cada paso en esos versos ya no está ahí porque ha salido volando. El viento se lleva esos puntos cardinales mientras Altazor cae en el vacío, esto es, mientras Huidobro echa a correr, cada vez más voraz, veloz y sonriente. Echenoz también es un autor que corre. Sus libros son un travelling, y casi siempre comienzan con un desplazamiento: en su primera página, alguien llega o se va, alguien viaja. Es la identidad, dirá algún crítico, la identidad mutable del hombre posmoderno. Vale, tal vez. En ese caso, desde luego, para Echenoz la mutación se produce al galope. Porque su prosa ha sido siempre de una velocidad endiablada y aventurera, tan parecida a una prueba atlética que incluso los párrafos parecen corredores dándose el testigo -bajo la forma de un sustantivo, un adjetivo o una construcción sintáctica feliz-. Aunque cabe apuntar que con el tiempo Echenoz se ha desprendido de excesos, pirotecnias y piruetas varias: con la velocidad, insisto, se van desprendiendo los accesorios. Si en su primer libro, El meridiano de Greenwich, parecía un Pynchon pasado por el filtro francés, en cambio en el penúltimo, Ravel, sólo detectamos fibra. No debe ser casual que la conquista definitiva de un estilo depurado haya coincidido con el desembarco de Echenoz en su trilogía de novelas que recrean vidas reales. Maurice Ravel, el músico que compuso ese Bolero que era un "objeto sin esperanza", le exigió a nuestro escritor un esfuerzo de contención. Con Emil Zátopek, el famoso atleta checo, esa contención ha llegado más lejos.

Sin duda, el personaje se lo merece: ¡qué tío, este Zátopek! Alguien que no quería hacer deporte, pero ya que se ponía, aprovechaba para batir todos los récords del mundo; un encantador torpe que fue el atleta definitivo, un hombre sencillo e inocente transitando por un mundo criminal: el régimen comunista que a tantos asesinó. Es imposible no encapricharse con semejante protagonista, que por otra parte resulta claramente echenoziano: "ese tipo hace exactamente lo que no debe hacerse", dice alguien de Zátopek. Universo Echenoz, sin duda. Correr nos describe una sucesión increíble de victorias deportivas que se combinan con elegantes regates de Emil frente al juego peligroso del Mal. En lo más alto de su carrera o relegado a basurero, Zátopek es más rápido que el miedo, más imprevisible que la humillación. Porque Zátopek corre, o sea: juega. Y jugar, ya se sabe, es algo muy serio.

En Correr nos reencontramos con la ya clásica voz narrativa de Echenoz, irónica, divertidísima, y tan cercana que a ratos parece oral. Y no es sólo que la novela se beneficie de su característio gran sentido del ritmo: es que el ritmo es uno de los temas del libro. En cambio, los estallidos líricos son menos y más concentrados que otras veces, pero muy hermosos: ¿o no es magnífico calificar al apellido "Zátopek" de "despiadado vals de tres tiempos"? Ahora bien, sobre todo destaca un matiz en el Echenoz de los últimos años, y en Correr es muy obvio: se trata de una acentuada compasión hacia sus criaturas. Esto es lo que hace de la novela un libro admirable. Admirable… y "metafísico", dicen muchos críticos. De "estilo limpio", decimos todos. En su reciente libro De qué hablo cuando hablo de correr, Haruki Murakami explica que una vez corrió cien kilómetros en un día. El durísimo tramo final le pareció un "territorio casi metafísico". El agotamiento le permitió moverse con una naturalidad automática, bajo un "estado meditativo", plácido, calmo. Si la trayectoria de un escritor se parece en algo a una larga carrera, puede que Jean Echenoz haya entrado en sus últimos veinte -o treinta- kilómetros. Pues enhorabuena, porque está escribiendo mejor que nunca, y nosotros tenemos la suerte de enterarnos por mediación del excelente traductor Javier Albiñana.