Image: China

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Novela

China

Henry Kissinger

27 enero, 2012 01:00

Primer encuentro de Mao con Kissinger, en China, en 1972. Foto: Archivo

Traducción de C. Geronés y C. Urritz. Debate. Barcelona, 2012. 621 páginas, 26,90 €

Fascinante, sagaz y a veces perverso, el político norteamericano aborda su papel central en la apertura a China y cómo este país ha cambiado su política exterior.

Han transcurrido cuatro décadas desde que el presidente Nixon envió a Henry A. Kissinger a Pekín para reanudar las relaciones con China, una civilización antigua con la que Estados Unidos llevaba sin mantener contactos diplomáticos de alto nivel desde hacía más de dos décadas. Desde entonces, la Guerra Fría ha terminado; la Unión Soviétiva se ha desmoronado y la reforma económica en China ha transformado un país acosado por la pobreza en una gran potencia que desempeña un papel cada vez más esencial en el mundo globalizado.

El nuevo libro de Kissinger, China, fascinante, sagaz y a veces perverso, no sólo aborda el papel central que él mismo desempeñó en la apertura a China que emprendió Nixon, sino que también pretende demostrar de qué manera la historia de China ha moldeado su política exterior. El volumen sigue hábilmente los ritmos y pautas de la historia de China, al tiempo que explica las diferencias filosóficas que la separan de Estados Unidos. Los dos países tienen un sentido del destino manifiesto, pero "la singularidad estadounidense es visionaria", afirma Kissinger. "Considera que Estados Unidos tiene la obligación de difundir sus valores a todos los rincones del mundo". Por el contrario, sostiene Kissinger, la singularidad de China es cultural: China no hace proselitismo, pero tiende a clasificar "a los demás Estados como "secundarios, dependiendo de su aproximación a las formas culturales y políticas chinas".

Tras las reflexiones de Kissinger sobre la historia china se oculta una letra pequeña no tan sutil. Este volumen, al igual que su libro de 1994, Diplomacia, es también el astuto intento de un personaje controvertido de pulir su legado como Secretario de Estado de Nixon. Es un libro que promueve el tipo de realpolitik de Kissinger y que al hacerlo tiende a restar importancia al coste humano del despiadado reinado de Mao durante décadas y a poner en entredicho las consecuencias de los intentos más recientes por parte de Estados Unidos de presionar a los chinos en cuestiones relacionadas con los derechos humanos. Algunos de los intercambios de opiniones más reveladores entre Kissinger y Mao han aparecido en Las transcripciones de Kissinger (1999), extraídas del Archivo de Seguridad Nacional no gubernamental. Esos documentos muestran que Kissinger empleó más halagos en sus forcejeos con los líderes extranjeros de lo que dan a entender sus libros.

Cuando habla de los líderes chinos que ha conocido, casi parece embelesado, pero esa simpatía no es sorprendente, si tenemos en cuenta las descripciones que hace de ellos como profesionales de la misma clase de diplomacia respaldada por la fuerza que le hizo famoso. Afirma que este planteamiento permitió a China comportarse básicamente como un ‘agente independiente'"de la Guerra Fría'", que forjó una asociación táctica con EE.UU. para poder contener a la Unión Soviética.

Kissinger sostiene que este egoísmo pragmático por parte de China ha continuado, y que, tras el 11-S, "China siguió siendo un espectador agnóstico de la proyección del poder estadounidense en todo el mundo musulmán y de la proclamación por parte del Gobierno Bush de ambiciosos objetivos de transformación democrática [...] sin emitir un juicio moral".

En cuanto a la brutal represión de los disidentes por parte de Deng Xiaoping en Tiananmen en 1989, afirma que la reacción estadounidense desconcertó a los chinos: "No podían entender por qué Estados Unidos se sentía ofendido por un acontecimiento que no había perjudicado ningún interés material estadounidense". Es más, la lectura que hace Kissinger de Tiananmen y del Gobierno chino transmite adrede la sensación de ambigüedad: "Al igual que la mayoría de los estadounidenses, me sentí horrorizado por la forma en que se puso fin a la protesta de Tiananmen. Pero, a diferencia de los estadounidenses, tuve la oportunidad de observar la hercúlea tarea de remoldear el país que acometió Deng durante una década y media: reconciliar a los comunistas con la descentralización y la reforma; la tradicional insularidad china con la modernidad y el mundo globalizado".

Kissinger se muestra aún más displicente respecto a las decenas de millones de personas que perdieron la vida durante los años de Mao y las devastadoras consecuencias de su Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. Kissinger relata lo que describe como una escena "conmovedora" en la que "Nixon felicitó a Mao por haber transformado una civilización antigua, a lo que Mao replicó: ‘No he sido capaz de cambiarla. Solo he podido cambiar unos cuantos sitios en los alrededores de Pekín". Kissinger, que cree muchos de los mitos que Mao promovió sobre sí mismo, le describe como "el rey filósofo". "Mao enunció la doctrina de la revolución continua, pero cuando el interés nacional chino lo requería, podía ser paciente y mirar al futuro". Reconoce que, para algunas personas, "el tremendo sufrimiento que Mao infligió a su pueblo empequeñecerá sus logros". Pero también presenta esta fría racionalización: "Si China permanece unida y emerge como una superpotencia del siglo XXI", es posible que muchos chinos le contemplen como al emperador Qin Shihuang, "cuyos excesos fueron aceptados como un mal necesario".

Los retratos que Kissinger hace de los sucesores de Mao transmiten intimidad y admiración. Recuerda que Zhou Enlai "conversaba con la desenvoltura natural y la inteligencia superior del sabio confuciano". Sobre Deng Xiaoping, el "valiente hombrecito de ojos melancólicos", Kissinger nos recuerda que Deng y su familia sufrieron enormemente durante la Revolución Cultural: fue enviado al exilio, y su hijo fue "empujado desde lo alto de un edificio de la Universidad de Pekín" y se le negó el ingreso en un hospital para curar su espalda rota. Cuando volvió al Gobierno, Deng se esforzó por sustituir el énfasis de la revolución en la pureza ideológica por los valores del orden, y la eficiencia y Kissinger le atribuye el mérito de crear las modernizaciones que transformarían la China "de las comunas agrícolas" en un gigante económico.

El libro aporta pocas revelaciones sobre Nixon. Kissinger reconoce lo que sostienen algunos detractores, como el historiador Robert Dallek: que Nixon trató de usar sus iniciativas con China y la URSS para alejar la atención de sus fracasos en Vietnam. Kissinger afirma también que el secretismo que rodeó las negociaciones con China ("Nixon había decidido que el único canal con Pekín debía ser la Casa Blanca") "estuvo a punto de hacer que descarrilara la iniciativa", cuando el Departamento de Estado, al que no se había puesto al corriente, rechazó la invitación que Mao había extendido a Nixon en una entrevista por considerarla poco seria, y describió la política exterior china como expansionista" y "paranoica".

Aunque Kissinger no hurga en los recientes debates sobre la enorme cantidad de deuda estadounidense en manos chinas, o en la forma en que una China cada vez más influyente podría afectar al resto del mundo (tema de libros como Cuando China gobierne el mundo, de Martin Jacques, y China hace temblar al mundo, de James Kynge), señala que el presidente Hu Jintao y el primer ministro Wen Jiabao "presidían un país que ya no se siente constreñido por la sensación de ser un aprendiz de la tecnología y las instituciones occidentales", y que la crisis económica de 2008 "ha debilitado el aura de las proezas económicas de Occidente" entre los chinos. Kissinger sostiene que estos acontecimientos, a su vez, han dado lugar a "una nueva corriente de opinión en China -entre la generación más joven y ruidosa de estudiantes y usuarios de Internet y en determinados sectores de la cúpula política y militar - en cuanto a que se está produciendo un cambio esencial en la estructura del sistema internacional".

Kissinger defiende que hoy una relación de cooperación entre Estados Unidos y China es "esencial para la estabilidad y la paz mundiales" y advierte de que si llegara a desarrollarse una guerra fría entre los dos países, "detendría el progreso para toda una generación a ambos lados del Pacífico" y "extendería las disputas a la política interna de todas las regiones en un momento en que los problemas mundiales como la proliferación nuclear, el medio ambiente, la seguridad energética y el cambio climático imponen una cooperación mundial".

"Las relaciones entre China y Estados Unidos", escribe, "no tienen por qué -ni deben- convertirse en un juego al todo o nada".

© NEW YORK TIMES BOOK REVIEW