Image: Ni siquiera los perros

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Novela

Ni siquiera los perros

Jon McGregor

3 febrero, 2012 01:00

Jon McGregor

Traducción de Eduardo Iriarte. Salamandra. Barcelona, 2012. 221 páginas, 15'90 euros

Jon McGregor (Islas Bermudas, 1976) no sólo es el británico más joven que ha estado a punto de ganar el premio Booker (en dos ocasiones) sino un experto en narrativa desmontable (sus historias parecen haber sido construidas con combinaciones de raídos cubos de madera que son en realidad pedazos de vida de sus protagonistas) y en personajes encrucijada, esto es, personajes que pudieron ser alguien distinto, alguien mejor, pero que tomaron el desvío equivocado y viven arrastrando tras de sí allá donde van el monstruoso cadáver de ese otro yo fantasma.

Ni siquiera los perros, su última novela, es a la vez una autopsia en directo (McGregor narra el desmembramiento del personaje muerto protagonista con la frialdad de un curtido y eficiente forense) y un remolino de disparos al aire, de historias de personajes encrucijada que se perdieron una vez tratando de volver a casa y decidieron hacer noche junto al futuro cadáver de Robert Radcliffe, epicentro y única voz en silencio del relato. Porque cuando arranca, Robert ya está muerto. Está tirado en el suelo de la cochambrosa cocina de la casa que una vez compartió con la madre de su hija, cuando todavía estaba a tiempo de huir de los seis litros de sidra diarios, de no tomar el desvío. Y ha sido una vecina la que ha llamado a la policía, porque ha visto intentar entrar a los chicos, los chicos de Robert, un puñado de yonquis que revolotean como palomas hambrientas en torno a la casa, incluso ha visto a su hija Laura golpear la puerta, gritarle a través del buzón y nada. Algo pasa ahí dentro, se ha dicho la vecina y ha llamado a la policía. Y la policía ha venido y se ha llevado el cadáver hinchado de Robert, que ha pasado la Navidad pudriéndose en la cocina mientras su hija y todos los demás intentaban reunir diez libras para el próximo chute. Porque mantener el mono a raya es un trabajo a tiempo completo. O eso dice el pequeño Danny.

Dotada de un profundo desencanto y de una ingenuidad capaz de desarmar a cualquiera (ingenuidad que obedece a la Segunda Oportunidad que casi todos esperan), Ni siquiera los perros posee el magnetismo de la poética prosa de McGregor (que mezcla pasado, presente y el futuro que nunca fue con diálogos, monólogos interiores, descripciones y una siempre débil acción mecida por, en este caso, los portazos que el mundo les da a los personajes), rendido esta vez a la necesidad de huir que tienen sus protagonistas: el miedoso y manipulable Danny y su perro Einstein, el de la pata machacada; el paranoico Mike y su abrigo aleteante; Heather, la jovencísima madre que primero se tatuó un ojo en la frente y luego perdió a su hijo y el impulsivo Ben y el rudo Ant y Steve, el veterano al que su país le mintió (y lo envió a la guerra de las Malvinas). Y, por supuesto, Laura, la hija perdida de Robert, que dejó a su padre una vez, porque su madre se cansó de él, y que luego regresó, tomando el camino equivocado, siguiendo literalmente los pasos de su padre, porque a veces, y en eso se sustenta buena parte de la obra de McGregor, la sangre llama. Y no sirve de nada que intentemos ignorarla. Va a seguir ahí, martilleando, hasta que hagamos lo que se supone que tenemos que hacer.

Con el espíritu crítico de la novela negra, aunque sin su forma habitual (la investigación aquí es un abrir en canal al personaje e ir pesando sus órganos en una báscula), Jon McGregor alumbra el desesperante simulacro de vida intermitente de aquellos que habitan bajo la alfombra de una sociedad que primero los crea y luego trata de esconderlos. Un sucio y agrietado espejo en el que mirar cara a cara a aquellos que viven para mantener a raya el mono, para reunir el dinero suficiente para comprar una nueva huida. Y luego volver a huir. A algún otro lugar. Solos. Siempre solos, aunque estén rodeados de gente. Siempre solos.