Image: 1983

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Novela

1983

David Peace

24 febrero, 2012 01:00

David Peace. Alfie Goodrich

Traducción de C. Martínez. Alba. Barcelona, 2012. 541 páginas, 22'50 euros.

Armado con sus plegarias no atendidas, esas frases que cortan como cuchillos pero que a la vez embrujan, revuelven, envenenan, David Peace (1967) remata su asfixiante puesta en escena de los crímenes del Destripador de Yorkshire con la entrega más retorcida, críptica y brutal de la serie, un 1983 que, lejos de resultar liberador (después de todo, es la pieza que faltaba en tan macabro, arriesgado y excelentemente bien construido puzzle), culpa. Culpa al abogado (el gordo y desesperado John Piggot, portentoso en su papel de único superviviente de la justicia, de único ser humano que aún busca la redención), culpa a la policía (esa policía corrupta hasta el delirio, a ratos orgullosa de su podredumbre existencial, a ratos incapaz de volver a sentir piedad por la humanidad), culpa a los periodistas (después de todo, lo único que Jack Whithead quería era fama, era prestigio, las niñas desaparecidas siempre le trajeron sin cuidado) y culpa a aquellos que vieron y consintieron (padres, madres, vecinos y chicos para todo). ¿Y qué fue lo que consintieron? Que todas aquellas niñas desaparecieran. Se esfumaran. Volaran, en furgoneta blanca, al País de Nunca Jamás.

La primera, Clare Kemplay, lo hizo en 1974, en la entrega que inauguró el musculoso (y ambicioso) cuarteto literario que Peace, vecino de Osset, localidad cercana a Wakefield y a Leeds (la ciudad eje de la trama, la ciudad con la que el narrador, los múltiples narradores, la emprenden, la ciudad en la que todo es húmedo y gris) empezó a edificar, ya desde Tokio, ciudad en la que reside desde hace más de una década, escribiendo por las noches, en una libreta. Jugando a sostenerle la mirada al también brutal James Ellroy. Después de todo, fue su Jazz blanco el culpable de que Peace se pusiera en marcha. Pero aquel primer disparo, 1974, era en realidad una prueba de fuego. Su particular estilo ya estaba ahí, pero no parecía formar parte de un todo sino ser más bien un planeta abandonado en una galaxia demasiado lejana. ¿Y a qué nos referimos cuando hablamos de su particular estilo? Muy sencillo. A sus frases plegaria (se repiten, creando ritmos concéntricos, una y otra y otra vez), a sus múltiples puntos de vista, al mareo temporal (Peace utiliza el flashback con la misma intención con la que el hipnotista balancea un reloj ante el futuro hipnotizado), a las interferencias radiofónicas (lo que en la trilogía USA de John Dos Passos eran titulares de periódico, aquí son boletines informativos), a la amenza Thatcher (el fin del mundo, o, cuanto menos, el fin de un mundo, parece estar muy cerca), a la violencia extrema y al sexo perverso (promovidos por la apatía moral), y a Voltaire.

Las dos siguientes entregas, 1977 y 1980, sin embargo, formaban ya un amasijo de personajes (dolorosamente vivos) y situaciones (lo que en 1974 no era más que ruido de fondo, esto es, la teoría de Eddie Dunford sobre el supuesto asesino de niñas, se convierte en realidad y el Lobo entra en escena) necesitado de un ancla que lo hundiera en lo más profundo del océano. Bien. Ese ancla es 1983. El libro que cierra, de una vez por todas y para siempre, la puerta al infierno. El libro que ata los cabos y, aunque de forma exageradamente críptica, señala un culpable. Porque sí, el horror tiene nombre, pero no es sólo el de aquel que conduce a las niñas a Nunca Jamás en su furgoneta blanca, sino el de todos los que miran y no actúan, todos los que extienden, como se extienden las manchas de vino en la moqueta, el insoportable dolor de la pérdida entendida como oportunidad para el exorcismo de nuestros propios demonios. Como diría Voltaire: "Todo hombre es culpable del bien que no hizo". En palabras de Peace: "La puta historia interminable". Lo que en boca del american psycho Patrick Bateman sería algo parecido a: "Esto [esta lluviosa existencia infecta] no es una salida". Obsesivamente brillante. Una vez más.