Image: Hacia una montaña en el Tíbet

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Novela

Hacia una montaña en el Tíbet

Colin Thubron

22 junio, 2012 02:00

Panorámica del monte Kailash, etapa final del viaje de Thubron

Traducción de Jordi Fibla. RBA. Barcelona, 2012. 256 páginas. 20 euros

De vez en cuando, sólo muy de vez en cuando, los blurbs (esas elogiosas citas de reconocidos autores que suelen poner los editores en las contracubiertas de los libros) son ciertos. En una escala aproximada de uno a diez. Ésta es una de ellas. Ryszard Kapuscinski asegura en la de este libro de viajes por el Tíbet que gracias a Thubron nos encontramos con un mundo "de una belleza sobrecogedora". Tal vez habría que añadir también "de una humanidad sobrecogedora".

Sea como sea, se trata de un libro extraordinario que contiene un tipo de excelencia difícil de encontrar ya en la literatura de viajes contemporánea, tal vez porque está escrito desde una "humildad" difícil de encontrar en la vida contemporánea. No tengo intención alguna de ponerme fatalista pero tal vez sea necesario anticipar que si este libro es una maravilla no lo es precisamente por el estilo (llano, eficaz y limpio) ni por los acontecimientos que en él se describen, sino por la sabiduría que demuestra quien lo ha escrito. Thubron, a quien el público español ya conocía por otras piezas mayores como En Siberia y En el corazón perdido de Asia, es un auténtico fin de estirpe, al igual que lo fue Kapuscinski. Tiene una manera deliciosamente fatalista de viajar. En este caso con doble motivo. Cuando uno de sus acompañantes le pregunta al comienzo de su viaje hacia el Tíbet por qué razón está viajando, el autor asegura "por los muertos". El fallecimiento de los padres es el motor inicial del viaje. "Me había propuesto quemar las cartas de amor de mis padres -asegura- pero descubrí que no podía hacerlo. Lo que hago es leerlas con una sensación de culpa y temor, como si analizara la salubridad del agua".

La muerte de sus padres sobrevuela cada una de estas páginas como un tono que tinta sus pensamientos. No es de extrañar que eligiera el Tíbet como el paisaje más apropiado para su estado: un paisaje majestuoso, lleno de contradicciones, asediado políticamente, en el que sólo muy de cuando en cuando se cruza en la mirada la sombra de otra figura humana que relata su vida también de una forma esquemática, desolada y, al mismo tiempo, optimista.

Thubron evita el pesimismo como el triste evita la tragedia, y tal vez sea esa especie de tristeza esencial que no deriva en pesimismo lo que hace que observe y analice la vida de los tibetanos con los que se va cruzando no como si fuesen sus iguales (lo cual constituiría la necedad típica del occidental) ni tampoco comentando su ingenuidad o lo curioso de sus costumbres sino, y literalmente, como si estuviese haciendo un viaje a la Luna. Este libro podría titularse Viaje a la Luna y no perdería ni la menor brizna de su sentido ni de su respeto. Thubron atiende a lo que le rodea con la curiosidad, la humildad y la esperanza con la que un astronauta atendería a los pensamientos, historia y deseos de unos habitantes de Marte si hubiese descubierto que ya no es posible la vida en la Tierra. O por decirlo de otro modo: con la esperanza secreta de que hayan sido ellos (y no nosotros) quienes se hayan enterado del verdadero sentido, para que siga siendo legítima una manera esperanzada de mirar el mundo.

Uno se sumerge en los libros de Thubron de manera extraña, como ocurre con los escritores extraordinarios; se creía estar leyendo algo común y corriente y de pronto se descubre que la naturaleza se está modificando delante de nuestra mirada y que no nos cuesta reconocer que nos habíamos equivocado por completo.