Image: Huella jonda del héroe

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Novela

Huella jonda del héroe

Montero Glez

13 julio, 2012 02:00

Montero Glez. Foto: Miguel Núñez

Premio Llanes. Imagine, Madrid. 2012. 173 páginas. 15 euros. 389 páginas, 18'50 euros

Montero Glez (Madrid, 1965) es autor de una obra narrativa un tanto discontinua, aunque de marcado interés y originalidad, como ya se manifestaba en su primera novela, Sed de champán (1999). Su interés por tipos marginales y modos de vida que bordean el ámbito de la delincuencia ha desembocado en algunas páginas brillantes de títulos como Cuando la noche obliga o Pólvora negra.

Conviene destacar este aspecto, porque Huella jonda del héroe no es una novela y, sin embargo, contiene rasgos que recuerdan inequívocamente el estilo narrativo del autor. En primer lugar, su deliberado apartamiento de senderos trillados: la obra está avalada por un premio para libros de viajes, pero lo menos que cabe advertir es que nada tiene que ver con los dechados convencionales de esta modalidad.

Montero Glez recorre en estas páginas lugares que conoce bien: ese "profundo sur" que va desde La Línea o Algeciras hasta Granada, Sevilla y Cádiz. Pero los movimientos itinerantes son casi lo de menos, y, de hecho, las esperables notas paisajísticas se reducen a lo esencial. Cuentan sobre todo los lugares -pueblos, barrios, ventas del camino, algunas ya seculares- capaces de despertar asociaciones con seres concretos unidos a la cultura popular: cantaores rememorados con sincera devoción, como don Antonio Chacón, Camarón, el Tenazas, Pericón de Cádiz o Manolo Caracol; poetas y músicos relacionados de algún modo con la tradición folclórica, como Manuel de Falla, Villalón o García Lorca; artistas como Picasso, Cocteau o Lucien Clergue; también amigos personales del autor -caso del pintor Ceesepe o del fotógrafo Alberto García-Alix-, junto a recuerdos de viajeros antiguos, como Rochfort Scott o Richard Ford. Y por debajo de todo ello, como hilo conductor de las reflexiones y sustento mítico de las tierras evocadas, el recuerdo de Hércules y sus memorables proezas.

Porque hay en estas páginas un esfuerzo considerable por mantenerse en el terreno de lo que el autor considera, sin duda, tradición auténtica de las tierras meridionales, pero también un intento de comprensión de sus novedades, como la introducción de algunas formas de rock absorbidas por el cante jondo y asimiladas en parte a sus formas originarias. En cambio, todo lo que significa destrucción, como el envilecimiento de lugares y paisajes a consecuencia del turismo desaforado da lugar a duras observaciones ("una arquitectura vulgar donde no se respeta la tradición y donde se funde el cemento con la basura para abaratar materiales", p. 90).

Y no se pasan por alto, aunque a veces comparezcan como de refilón, cuestiones como las del contrabando y la evolución sufrida con los años, en que nuevas actividades han desarrollado vocablos nuevos ("buscamani", "gayumberos", etc.), de igual modo que sucede con el léxico nacido de la inmigración ilegal ("pasadores", "atunes", "tiburones", "mojamés"); o se ofrecen inesperadas noticias acerca de las virtudes de algunas plantas, como el carraspique (p. 26), e incluso algunas sabrosas recetas de cocina, como la de la paniza o la tortillita de camarones (p. 140).

Hay en este heterodoxo libro de viajes, interesante por muchos motivos, una decidida voluntad testimonial y una adhesión a esa literatura que no huye de la realidad ni trata de embellecerla, lo que explica el desahogo de Montero Glez al confesar con bronca sinceridad su admiración por escritores como Aldecoa frente a "este nido de envidias y mondongo al que han quedado reducidas nuestras letras" (p. 52). Precisamente para preservar esta autenticidad del autor, su búsqueda constante de un modo puro de decir, es por lo que hay que recomendarle que no caiga en trivialidades oficinescas de moda, como "a día de hoy" (pp. 24, 61, 76), que no se compadecen con su modo directo y original de escribir.