Mi amor en vano
Soledad Puértolas
14 septiembre, 2012 02:00Soledad Puértolas. Foto: Quique García
Las referencias del marco narrativo sitúan el relato en un tiempo actual, dentro de un planteamiento que podríamos calificar de verista -que acude, incluso, a usos léxicos de moda, como "la ropa que tuneaba" (p. 11) o el reciente y forzado de "complicidad" (pp. 47, 49, 77, etc.) por 'entendimiento'-, en el que, sin embargo, disuenan algunos datos. Así, por ejemplo, el pasado y las acciones ácratas de los padres de la joven Verónica serían atribuibles más bien a una generación anterior, con lo que su juventud se situaría entre los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, lo que estaría en contradicción con la edad que cabe asignar a su hija. Y hay pequeños detalles inverosímiles. No parece posible que la memoriosa Dayana, al evocar la época en que ella y su marido decidieron vivir separados, sea incapaz de precisar el tiempo que duró la situación: "Fue un año largo, quizá dos" (p. 174). En otro orden de cosas, ¿cómo los enfermos del centro de rehabilitación pasan súbitamente del silencio a una explosión de atropelladas manifestaciones de alegría como si "hubieran escuchado las palabras, las quejas de Teresa" (p. 90) cuando no ha sido así?
La articulación narrativa, como ya se ha dicho, tiene como eje el relato de Esteban, pero lo cierto es que, en sus conversaciones con distintos personajes, es el monólogo de estos -casi siempre en primera persona, con ocasionales intercalaciones en el discurso de verbos de prolación como "dijo" o "murmuró"- lo que se convierte en hilo principal, de manera que varios narradores usurpan casi continuamente la función de Esteban. Y es difícil, en nombre de la congruencia verista de la historia, aceptar que en estas conversaciones, mantenidas, al fin y al cabo por vecinos con relaciones superficiales y esporádicas entre ellos, Esteban se convierta desde el primer momento, sin dilación alguna, en destinatario de confesiones y sentimientos íntimos, sólo verosímiles cuando se establecen sobre un trato previo y una amistad profunda. Pero poco trato es necesario aquí para que Violeta, Teresa o Dayana descubran lo más recóndito de su vida y sus anhelos -léanse las súbitas e inesperadas revelaciones de Dayana en el capítulo 9- ante el desprevenido Esteban, convertido en poco más que oyente mudo de historias personales sobre el amor truncado, el fracaso matrimonial y la búsqueda de una felicidad que parece ofrecérsenos únicamente, como sugieren las historias aquí bosquejadas, en pequeñas dosis y sin continuidad. Los monólogos de estos personajes tienen que ver más, por el grado de estilización que ostentan -y que incluye anáforas, emparejamientos retóricos y otros modos de embellecimiento del discurso-, con la literatura que con la realidad, pero reflejan solidariamente la idea del amor como algo no duradero, destinado a ser únicamente un conjunto de episodios transitorios en una vida siempre insuficiente. Los contenidos que, explícita o implícitamente, se derivan de la historia tienen mayor coherencia y profundidad que la pura construcción narrativa, demasiado sometida a esquemas rígidos que lastran la deseable naturalidad del relato.