Image: Dispara, yo ya estoy muerto

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Novela

Dispara, yo ya estoy muerto

Julia Navarro

18 octubre, 2013 02:00

Julia Navarro. Foto: Juan Fernández

Plaza & Janés. Barcelona, 2013. 905 páginas, 17'90 euros

Es de sobra conocida la trayectoria narrativa de la periodista y escritora Julia Navarro: desde 2004 ha ido presentando relatos (La Hermandad de la Sábana Santa, La Biblia de barro, La sangre de los inocentes) a los que acuden miles de lectores que siempre encuentran lo que buscan: orden en la construcción de un argumento por el que dejarse conducir, un elenco de personajes al servicio de lo que exija el desarrollo dramático de una trama que subordine lo anecdótico a otras dimensiones, la estrategia de una intriga bien administrada y cierta garantía de que es imposible perderse por sus páginas, por muy ambiciosa y extensa que sea la novela. Estos rasgos se repiten en Dispara, yo ya estoy muerto, que bien podía haberse cobrado el precio de cierto desgaste. Y sin embargo aquí está el resultado: ambiciosa, atrevida y valiente. Tanto que será difícil no leerla con la sensación de que asistimos a una proeza compositiva tan difícil de exponer como de conducir, porque no brega con opiniones ni con enigmas poéticos, sino con realidades tan complejas como la identidad supeditada a la tierra y la religión, la imposibilidad de renunciar a ella.

Vayamos a las líneas argumentales para comprender la medida de estas palabras. La acción se sitúa en Oriente Próximo, aunque se remonta a Rusia, a finales del XIX, atraviesa el siglo XX por diferentes escenarios geográficos (San Petersburgo, París, Palestina, Estambul, Alemania), y referencias a dramáticos sucesos, trascendentales para la historia (I Guerra Mundial, revolución de Octubre, Holocausto, guerra de los seis días,…), y se asienta sobre un impresionante censo de personajes (Ezequiel, Ahmed, Dina, Samuel,…), portadores de identidad y de historias, que se van cediendo la palabra para relatar la vida de dos familias, la del judío Ezequiel Zucker y la del árabe Ahmed Ziad. Ambas sirven de línea de interés a este gran relato sobre los dos lados de un conflicto que revierte en gente corriente expuesta a los condicionantes de su geografía y a las decisiones de su tiempo.

Pero el detonante de esta información tiene lugar en la época a actual, y el motivo es el viaje de Marian Miller, de Bruselas a Jerusalén, buscando entrevistar a Ezequiel, en nombre de una ONG que estudia los problemas que sufren las poblaciones desplazadas a causa de conflictos bélicos u otras catástrofes, y sostiene cierta actitud crítica y desafiante hacia los líderes israelíes que defienden la política de asentamientos. Lo que no imagina esta joven es el derrotero que va a tomar la conversación con el anciano judío, que se remonta a la historia de su padre, Samuel, el iniciador de la saga ("solo soy un hombre que quiere vivir en paz", fueron sus palabras), quien, después de perderlo todo, llegó a Palestina y fundó La Huerta de la Esperanza, una colonia agrícola que acogió a los judíos, siempre excluidos de otros lugares. Allí convivieron con los árabes y desde allí sufrieron el trágico devenir de la vida que les tocó, colocándoles en bandos distintos, a ellos, sus hijos, sus nietos… Y a pesar de todo (de amores imposibles, de la religión que obliga) las relaciones tejidas entre ambas familias lograron sobrevivir. Aunque el futuro no logró resolver nada, y los hechos acabaron por dar la razón a las dos partes.

Es innegable el rigor documental, el esfuerzo de la autora por otorgar veracidad al material histórico gracias a la dimensión de los personajes y las situaciones novelescas que animan la acción dramática, que tiene algo de narración desesperada, y que no dejará a nadie indiferente.