Ávidas pretensiones
Fernando Aramburu
21 marzo, 2014 01:00Fernando Aramburu. Foto: Araba Press
La veta humorística de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) era ya patente en su primera novela, Fuegos con limón (1996) y en muchos pasajes de El trompetista del Utopía (2003) y de Viaje con Clara por Alemania (2010). Con Ávidas pretensiones, la visión jocosa del autor se extiende al conjunto de la obra y amplía sus ribetes satíricos. Los poetas que se reúnen para participar en unas jornadas que se celebran en un apartado convento, encaminadas a dar a conocer su obra y a discutir problemas estéticos, parecen una nueva versión de los ilusionados alevines de escritores y artistas cuyos iconoclastas impulsos se narraban en Fuegos con limón, sólo que han cumplido veinte años más y arrastran una carga de frustraciones que antes era inimaginable.Algunos tienen conciencia -aunque no lo confiesen- de su mediocridad como creadores; otros buscan todas las artimañas posibles para ser invitados, reseñados, recogidos en antologías; muchos, en fin, han sustituido la crítica y el comentario de otros poetas por el vilipendio y la denigración, relegando el cultivo de la poesía en beneficio de los bienes materiales, el alcohol, las francachelas o el sexo, y acuden a las jornadas con propósitos nada artísticos. No todo son caricaturas. Como buen humorista, Aramburu reserva una delicada compasión hacia aquellos que mantienen sus ideas, como Balboa, Valbuena, Teodoro Sanz o Amalia Solórzano, que arrastra en silencio el recuerdo de la hija perdida en el atentado de Atocha. La maestría del autor se manifiesta en la caracterización de muchos de estos personajes, aunque con frecuencia se apoye en rasgos muy marcados (el alcoholismo, la homosexualidad) o en sucesos insólitos, como la coprorrea de Alpuente -que da lugar a detalles hilarantes, acaso excesivamente prolongados- y su agresión nocturna a los poetas, o la situación de la jovencísima Vanessa, uncida por necesidad a un carcamal egoísta.
Mención aparte merece el sutil retrato de Lopetegui, el encargado de gestionar subvenciones para organizar las jornadas, cuyas alocuciones a los asistentes están plagadas de muletillas, siempre repetidas, y de metricismos surgidos con naturalidad, ya que muchas de sus frases son encadenamientos de octosílabos: "Ruego a todos los presentes, por este orden, silencio, contención y más silencio, pero sobre todo calma. ¿Recordáis que el primer año las Jornadas empezaron con un ligero retraso? Si mi memoria no falla, catorce minutos tarde" (p. 22). O bien, incluso con leves asonancias: "Escritoras, escritores, trovadores respirantes y genios en general, la tarde mediada está. Todo el mundo ha recitado, ha leído o declamado poemas de su elección. Es hora, pues, de votar al poeta ganador, por más que en materia de arte, ya lo hemos dicho otras veces, no tiene ningún sentido pensar que se gana o pierde" (p. 296). Los discursos de Lopetegui constituyen un despliegue de ingenio, pero no es el único caso. Toda la novela está urdida con una extraordinaria inventiva verbal, como acreditan las derivaciones y formaciones léxicas: "vigilancia ventanil" (p. 95), "chavalillos cortapantalonados" (p. 113), "sonrió amplio, pueril, postizodental" (p. 116), "simios afutbolados y teleimbéciles" (179), "cuerpos descinturados" (p. 39), etc. O la deformación de algunos giros: un indignado Alpuente "se resarció profiriendo juramentos (en casa del poeta, cuchara de prosa)" (p. 184); Gomendio "no abrigaba nociones sólidas, líquidas ni gaseosas de fútbol" (p. 203). El relato imita a veces las elipsis y las formas del coloquio: "A Lope la historia del micólogo difunto como que no le, así que cortó, no brusco, eso no, pero tirando a déjelo, ya basta" (p. 239). O parodia un intermedio descriptivo: "Algunas notas meteorológicas: cielo azul, un sol la mar de rico, temperatura paradisíaca [...] Había también gran serrería de cigarras" (p. 209).
Un festín verbal y estilístico. Numerosos intertextos, literales o modificados, llenan las páginas: Antonio Machado -sobre todo-, pero también, Lorca, san Juan de la Cruz o fray Luis de León. Y un detalle constructivo: en la última página descubrimos que el coche mencionado en las primeras líneas tenía carácter premonitorio.