Image: El poeta y el pintor

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Novela

El poeta y el pintor

Ana Rodríguez Fischer

2 mayo, 2014 02:00

Ana Rodríguez Fischer. Foto: Domènec Umbert

Alfabia. Barcelona, 2014. 169 páginas, 17 euros

Las analogías y divergencias entre distintas modalidades artísticas, y, de modo singular, entre literatura y pintura, han sido abordadas desde hace siglos por múltiples teóricos y creadores. Se trata de un largo debate estético que hoy continúa abierto. Lo que no poseíamos hasta ahora era la conversión de este problema intelectual en materia narrativa. Esto es lo que ha hecho esencialmente la asturiana Ana Rodríguez Fischer (1957), incorporada desde hace años al amplio elenco de profesores de literatura que alternan el aula con la práctica de la narración. El poeta y el pintor parte de un hecho que, aunque conjeturado por algunos estudiosos, no llegó probablemente a suceder: el encuentro en Toledo entre Góngora y El Greco y la repercusión que las ideas y las obras del pintor pudieron tener en la obra madura del poeta cordobés.

Toda la parte central de la obra -los capítulos 5 a 7- se centra en la entrevista entre ambos artistas, los más innovadores en el tránsito de los siglos XVI al XVII. En el resto del relato, la anécdota es mínima: comprende el viaje de Góngora desde Madrid a Toledo y la vuelta, tras la visita, a la posada donde se ha alojado. Pero estos capítulos que enmarcan el meollo de la historia no son de puro trámite. Están cuidadosamente compuestos, con una prosa que tiende al período amplio, en la que ningún detalle queda suelto y que rescata con enorme precisión y naturalidad un vocabulario de objetos, oficios y acciones de profundo regusto clásico: "los cantos […] se mezclaban con los gritos de los despenseros que anunciaban su llegada y de los buhoneros que por las calles preguntaban: ¿compran trenzaderas, randas de Flandes, holandas, cambray, hilo portugués? De puerta en puerta, un apañador pedía un tinajón o un barreño que soldar, y un arcador golpeaba con su vara corva ofreciéndose a airear y rehacer la lana de los colchones" (p. 42). O se evocan los talleres de pintura donde los aprendices "armaban bastidores, tensaban lienzos, calentaban colas, molían colores, decantaban barnices…" (p. 60). Y no se trata de arqueología léxica, sino de devolver al idioma la precisión, exactitud y variedad que la incuria y la ignorancia relegan demasiadas veces al olvido, incluso en productos con vitola de literarios. El personaje es Góngora, y sus pensamientos y percepciones están modelados por un determinado estrato lingüístico al que la autora trata de adaptarse sin caer en un casticismo herrumbroso, en la imitación arcaizante y artificial de formas y giros exclusivos de la época evocada. Es lógico que en la mente del poeta surjan construcciones verbales cultas -en algunos casos extraídas de sus propias páginas-, e incluso se deslice alguna paronomasia de las que tanto explotó Gracián (así, ha de escogerse posada "midiendo a las fuerzas el gasto y a la necesidad el gusto", p. 34), como es lógico que la soberbia descripción de Toledo o las sutiles meditaciones ante los cuadros del pintor tengan la profundidad propia de un intelectual que es a la vez un artista portentoso. Lo increíble sería tropezar con una pupila superficial o unas reflexiones ramplonas sobre el prodigio pictórico.

El poeta y el pintor es una novela intelectual -soberbiamente escrita, además- que podrá interesar por igual a los amantes del Greco y a los lectores de Góngora, y que deja en el aire, por otra parte, la sugerencia -que los teóricos de la literatura comparada sabrán apreciar- de que la estilización y los descoyuntamientos buscados en la obra del pintor pudieron dar al poeta ideas sobre la composición artística que desembocaron en sus poemas mayores, el Polifemo y las Soledades: "Hay que afirmarse a través de las rivalidades polifónicas, salirse del orden y desoír las viejas reglas para que nazca una belleza nueva y no marchita, una obra que nos sorprenda y nos conmueva" (p. 119).