Image: Avenida de los misterios

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Novela

Avenida de los misterios

John Irving

3 junio, 2016 02:00

John Irving. Foto: Iván Giménez

Traducción de Carlos Milla. Tusquets. Barcelona, 2016. 640 ppáginas, 22'90€. Ebook: 12'99€

Juan Diego Guerrero, el protagonista de Avenida de los misterios, decimocuarta novela de John Irving (Nuevo Hampshire, 1942), es un novelista mexicano-estadounidense de mediana edad que, cuando viaja, lleva dos tipos de pastillas en el neceser. Uno es Lopressor, un betabloqueante que le sirve para amansar su presión sanguínea. También lo aletarga y cohíbe sus sueños nocturnos. Tratándose de una novela de Irving, los sueños no son algo que haya que cohibir, como tampoco los signos de exclamación. "¡Los betabloqueadores están bloqueando mis recuerdos!", le dice Juan Diego a su médico. "¡Me están robando mi infancia! ¡Me están quitando mis sueños!". El otro es Viagra, que le devuelve la pegada a su du duá. Y falta le va a hacer.

En un vuelo a Hong Kong conoce a una madre y a su hija con un atractivo fuera de lo normal empeñadas en seducirlo no tanto las dos a la vez como en una especie de disparatada carrera de relevos. Irving siempre ha sido muy gráfico cuando ha escrito sobre sexo. En este caso, la madre y su hija, como si se tratase de fantasmas, no son visibles en las fotografías ni en los espejos. Cuando la hija alcanza el orgasmo empieza a gritar en náhuatl, la lengua de los aztecas. "¡Corre, Juan Diego!", piensa el lector. Pero él no corre. El éxtasis del sexo es demasiado. Y, lo que es más importante, los sueños le vuelven a raudales. Mientras copula, su mente da vueltas a los detalles de su vida. La experiencia es tan placentera que se inclina por dejar sus medicamentos, al menos los betabloqueantes. Sus sueños-recuerdos constituyen el grueso de esta disparatada novela. Y, como observaba su autor en Oración por Owen (1989), "la memoria es un monstruo".

Resumir la trama de una obra de Irving es como querer desviar el Nilo para meterlo en una copa de champán. Pero permítanme intentarlo. Juan Diego y su hermana, Lupe, crecieron cerca de un vertedero de México. Su madre era prostituta. No conocieron a su padre. Lupe es vidente. A Juan Diego lo atropelló un camión y se quedó cojo. Salvaba libros del fuego del basurero y aprendió él solo a leer en dos idiomas.

A Irving le gusta escribir sobre circos. Al cabo de poco tiempo, Juan Diego y Lupe están viviendo en uno de ellos. Al autor le atraen los estallidos espasmódicos de violencia. (Pensemos en el accidente de coche de El mundo según Garp). En esta ocasión, el don de Lupe de leer la mente de los leones del circo desemboca en un gore espantoso pero casi patriótico.

Entra en escena una riada de personajes. Allí están Flor, una fulana travesti con un corazón de oro, y Edward, un aprendiz de cura que lleva sus propios látigos para autoflagelarse. Edward se enamora de Flor, adoptan a Juan Diego y se mudan a Iowa. Más adelante, Juan Diego estudiará en el Taller de Escritores de Iowa, como Irving.

En la novela aparecen algunas de las obsesiones clásicas de Irving. Hay excombatientes de Vietnam atormentados y enfermos de sida; un padre ausente, y muchas observaciones sobre la vida del escritor. Los principios de la Iglesia católica son blanco de un fuego constante. Encontramos un refrito de numerosos prodigios. Las estatuas lloran, hay perros fantasma que corren por los tejados y abundan las premoniciones. Se podría decir que Avenida de los misterios es a la ficción lo que el Circo del Sol a la gimnasia. La narración es atlética y tiene cierto grado de dificultad, pero hay un montón de lentejuelas, melodrama enlatado y teatralidad exagerada.

En los mejores momentos de Avenida de los misterios, Juan Diego parece un personaje sacado de una novela de Jim Harrison. Es decir, un literato desconcertado por su suerte que se resigna a ella de una manera cómica. Tiene una sonrisa secreta, si no ilegal. Con más frecuencia, la novela apuesta por la vida hasta tal punto que a uno le dan ganas de tirarse a un autobús. Todo lo que tiempo atrás fue momentáneamente mágico en la obra de Irving, ahora, en cambio, parecen simples trucos.

Ya sabemos qué tipo de pastillas del neceser de Juan Diego le gustaría más prescribir al doctor Irving. En su universo es preferible quemarse que oxidarse. La sangre tiene que fluir a todas las extremidades. Y hablando de flujos de sangre, esta agotadora novela me ha recordado un consejo de Burroughs. "Si, tras haber estado expuesto a la presencia de alguien, notas como si hubieses perdido un cuarto de tu plasma sanguíneo, evita esa presencia".