Tug & Buster, I y II
Marc Hempel
16 enero, 2003 01:00Pero si hoy viene a colación a esta página es por haber emprendido la difusión en España de las andanzas de una de las parejas cómicas más originales del tebeo contemporáneo, Tug & Buster.
Algunos de los lectores españoles conocerán quizá la obra de Marc Hempel gracias a su colaboración con el guionista Neil Gaiman en once de los episodios de Las benévolas, que formara parte de la famosa serie Sandman, buen ejemplo de lo que puede ser una sólida colección dirigida al gran público. Pero lo mejor de este autor de Chicago está en dos obras satíricas, de las que es autor al cien por cien: Gregory y Tug & Buster.
La primera, creada en 1989, y con una buena dosis de autobiografía, estaba protagonizada por un niño de descomunal cabeza triangular que vivía encerrado en un psiquiátrico y tenía por interlocutor a una rata, Herman Vermin. Eran, según el autor, la perfecta encarnación del anti-superhéroe y el anti-Mickey Mouse, y le servían para autoanalizarse acerca de los arquetipos hegemónicos en una sociedad como la estadounidense. Y fue, en su corta existencia, un título que le sirvió para convertirse, muy especialmente entre muchos profesionales de todo el mundo, en eso que llaman un autor de culto.
Al margen de lo que allí abordaba, y del parentesco que enseguida establecieron los especialistas entre él y algunos autores del nuevo underground estadounidense, como Peter Bagge, lo que Hampel ya apuntaba era una muy buena asimilación de algunos de los mejores dibujantes del universo de la animación (Jones, Clampett, o Ward), del de las tiras cómicas (el Schulz de Carlitos), y, lo que era más sorprendente en alguien de su generación, de los pioneros de la historieta (Herriman, Sterrett, Feininger, o McCay), a los que siempre se ha referido como el súmun de los comics.
Pero cuando en 1955 decidió convertirse en su propio editor, de manera que no tuviera que soportar las limitaciones de la industria, es cuando concibió el hilarante dúo de Tug y Buster. Buster es un crío de diez años que vive con su madre ("vivo con mi vieja y ni siquiera estamos casados"), abrumadoramente verborreico y con las hormonas desatadas, que ha decidido adoptar como modelo digno de emulación a una masa de carne coronada por un colosal tupé a lo Elvis, Tug, el arquetipo del macho por excelencia. Los atributos que hacen, supuestamente, merecedor de encomio a ese descerebrado son su barba prieta, sus ojos cerrados, su pelo graso y más combustible que el petróleo (lo que, fumador empedernido como es, le lleva a estar entre llamas a la menor de cambio), el olor de su sudoración natural, o las matas de pelo que pueblan su cuerpo y ocultan sus tatuajes. Y, por supuesto, el que nunca habla, lo que le convierte en El Hombre Misterioso. O, en definición de su creador, en El Macho Místico. El viejo Tug siempre está pensando, nos asegura Buster, en contra de las fundadas sospechas sobre la oquedad de su cráneo. Un patético par de perdedores que le vale a Hempel para que nos preguntemos sobre la esencia de la masculinidad, y a los que rodean unos impagables secundarios, como el amargado y depresivo Dedoapestoso , el maníaco sexual Genital Ben, o el mujeriego Manos Hofmann, entre otros. Como asegura Hempel, aquí, desgraciadamente, tenemos casi al completo el género masculino.