Mis héroes del blues, el jazz y el country
Robert Crumb
3 junio, 2016 02:00
Robert Crumb era ya una figura incontestable del mundo de la historieta, gracias a su aportación a ese medio de una serie de personajes capitales de aquel famoso "underground" gestado en San Francisco, a finales de los sesenta, entre el consumo desaforado de drogas, la entrega total al amor libre y las consignas de una ideología un tanto pueril, como Mister Natural, el gato Fritz o Bo Bo Bolinsky. Pero lo era sobre todo por haber llevado a las viñetas sus obsesiones personales, propias de un niño crecido en una familia disfuncional de Filadelfia, haciendo con ello del cómic un lenguaje idóneo para la autobiografía (por donde luego transitarían pocos talentos y una amplia legión de mediocres), y, singularmente, por demostrar que lo alternativo no tenía que estar reñido con la excelencia del dibujo.
Toda una nueva generación de autores se miraba en él como en un espejo en casi cualquier rincón del planeta, incluida esta España nuestra, donde habíamos empezado a tener noticias de la existencia de este "reprimido sexual", extasiado de forma permanente con la posibilidad de asaltar a mujeres fuera de toda escala, gracias a la divulgación de su quehacer por Chumy Chúmez, que había viajado hasta la costa oeste de los Estados Unidos para encontrarse personalmente con aquellos sujetos tocados por el talento, y a su posterior aparición en algunas revistas heterodoxas para la juventud rebelde.
A esa década de los ochenta -y más concretamente a los años 1980, 1982 y 1985- pertenecen las colecciones de cromos, que ahora publica Nórdica reunidas en este sobresaliente libro, y que nacieron como proyecto para acompañar las ediciones musicales del sello neoyorquino Yazoo, aunque el propietario del mismo las agrupase en tres cajas en vez de introducirlas en sus discos individualmente como un regalo extra para coleccionistas, que es lo que Crumb había ideado en un principio.
Con esas tres series de cromos, Robert rendía una vez más tributo a la "revelación" que tuvo en 1959, cuando escuchó por vez primera un disco de baquelita de 78 revoluciones por minuto de Charly Fry and His Million Dollar Orchestra, en cuyo sonido descubrió la euforia que le transmitían las bandas sonoras que acompañaban las películas mudas cómicas que veía en la televisión y, lo más importante, una sonoridad libre de la desfiguración a la que la comunicación de masas, con su énfasis en la rentabilidad comercial, había sometido a la mayoría de los productos musicales.
El hallazgo le convirtió en un ávido coleccionista de aquellos viejos discos, en lo que ha perseverado hasta la fecha, y en un músico aficionado a la recreación de esos tiempos con diferentes agrupaciones. Y aún más: hizo de él un notable dibujante de escenas en las que plasmar el libre albedrío que latía tras aquellas interpretaciones sepultadas en el olvido o "versionadas" con posterioridad tras la oportuna extirpación del alma que las poseía.
Uno puede coincidir o no con la selección de sus héroes, en la que los puristas, por ejemplo, discutirían si el virtuoso Bix Beiderbecke no "enfrió" la negritud del jazz para hacer de esa música algo más accesible, pero es innegable que las efigies de todos los aquí reunidos (más negros en el blues y en el jazz lógicamente, que en el country, territorio prácticamente exclusivo de los blancos) merecen un lugar de honor por haber sentado las bases de una identidad sonora que corrió pareja a la asunción de una ciudadanía estadounidense ("el principio de los blues representa el principio de la existencia de los negros norteamericanos", sostenía Leroi Jones), cuando unos y otros, con independencia de su raza, "americanizaron" sus raíces africanas y europeas y comenzaron además a dialogar con la música culta.
Blues, jazz y country, que siempre han contado con grandes artistas que les inmortalizasen, encontraron en Robert Crumb, al que Robert Hughes comparó con Piter Brueghel el viejo (dislates que siempre me gusta recordar), a otro de sus mejores y más competentes retratistas.
A comienzos de la década de los ochenta del pasado siglo, Toda una nueva generación de autores se miraba en él como en un espejo en casi cualquier rincón del planeta, incluida esta España nuestra, donde habíamos empezado a tener noticias de la existencia de este "reprimido sexual", extasiado de forma permanente con la posibilidad de asaltar a mujeres fuera de toda escala, gracias a la divulgación de su quehacer por Chumy Chúmez, que había viajado hasta la costa oeste de los Estados Unidos para encontrarse personalmente con aquellos sujetos tocados por el talento, y a su posterior aparición en algunas revistas heterodoxas para la juventud rebelde.
A esa década de los ochenta -y más concretamente a los años 1980, 1982 y 1985- pertenecen las colecciones de cromos, que ahora publica Nórdica reunidas en este sobresaliente libro, y que nacieron como proyecto para acompañar las ediciones musicales del sello neoyorquino Yazoo, aunque el propietario del mismo las agrupase en tres cajas en vez de introducirlas en sus discos individualmente como un regalo extra para coleccionistas, que es lo que Crumb había ideado en un principio.
Con esas tres series de cromos, Robert rendía una vez más tributo a la "revelación" que tuvo en 1959, cuando escuchó por vez primera un disco de baquelita de 78 revoluciones por minuto de Charly Fry and His Million Dollar Orchestra, en cuyo sonido descubrió la euforia que le transmitían las bandas sonoras que acompañaban las películas mudas cómicas que veía en la televisión y, lo más importante, una sonoridad libre de la desfiguración a la que la comunicación de masas, con su énfasis en la rentabilidad comercial, había sometido a la mayoría de los productos musicales.
El hallazgo le convirtió en un ávido coleccionista de aquellos viejos discos, en lo que ha perseverado hasta la fecha, y en un músico aficionado a la recreación de esos tiempos con diferentes agrupaciones. Y aún más: hizo de él un notable dibujante de escenas en las que plasmar el libre albedrío que latía tras aquellas interpretaciones sepultadas en el olvido o "versionadas" con posterioridad tras la oportuna extirpación del alma que las poseía.
Uno puede coincidir o no con la selección de sus héroes, en la que los puristas, por ejemplo, discutirían si el virtuoso Bix Beiderbecke no "enfrió" la negritud del jazz para hacer de esa música algo más accesible, pero es innegable que las efigies de todos los aquí reunidos (más negros en el blues y en el jazz lógicamente, que en el country, territorio prácticamente exclusivo de los blancos) merecen un lugar de honor por haber sentado las bases de una identidad sonora que corrió pareja a la asunción de una ciudadanía estadounidense ("el principio de los blues representa el principio de la existencia de los negros norteamericanos", sostenía Leroi Jones), cuando unos y otros, con independencia de su raza, "americanizaron" sus raíces africanas y europeas y comenzaron además a dialogar con la música culta.
Blues, jazz y country, que siempre han contado con grandes artistas que les inmortalizasen, encontraron en Robert Crumb, al que Robert Hughes comparó con Piter Brueghel el viejo (dislates que siempre me gusta recordar), a otro de sus mejores y más competentes retratistas.