Poesía

Obras Completas IV. (Poesía)

Miguel De Unamuno

16 enero, 2000 01:00

Edición de Ricardo Senabre. Biblioteca Castro. Madrid, 1999. 967 páginas, 7.500 pesetas

El sustancioso y escueto prólogo de Senabre sostiene que la práctica totalidad de la poesía unamuniana es un diario. En ella -dice- "el yo poético y el autor son la misma persona"

Miguel de Unamuno fue un poeta público -o mejor, publicado- tardío: hasta 1907, entrado ya en la cuarentena, no entregó sus primeras Poesías. La lírica le atrajo, sin embargo, desde la juventud, y más tarde se tuvo ante todo por poeta. La percepción de que en este registro estaba su personalidad literaria más honda, íntima y auténtica la declaraba en 1912 en carta a Ortega y Gasset. Aunque sé que usted no gusta de mi poesía, le dice, "tengo la flaqueza de creer que soy poeta o no soy nada". La misma carta contiene otra reveladora confesión: "Ni de filósofo, ni de pensador, ni de erudito, ni de filólogo me precio; sólo presumo de ser un buen catedrático y un sentidor o un poeta". Los dos últimos sustantivos, casi sinónimos en el latir del autor, otorgan un peso a lo emocional matizado por el conocido verso que abre el "Credo poético" de aquel poemario: "Piensa el sentimiento, siente el pensamiento".

Estos pocos elementos dan unas claves básicas de la lírica del rector salmantino y permiten comprender cuán propicio le resultaba este género como vehículo idóneo para expresar su yo reflexivo, paradójico y atribulado. Ninguna otra clase de escritura entre las múltiples que practicó ofrecía semejante posibilidad de plasmar el sabido ideal unamuniano consistente en "pensar alto y sentir hondo". Por ello se entregó a la poesía con tal dedicación que en la edad madura se convirtió en lírico torrencial y desigual, y, además, con gustos y manías a contracorriente. Prueba esta perseverancia la cadencia continua de los libros que siguen al inicial: Rosario de sonetos líricos (1911), El Cristo de Velázquez (1920), Rimas de dentro (1923), Teresa (1924), De Fuerteventura a París (1925) y Romancero del destierro (1928).

Todos estos títulos ocupan un tomo en la edición en marcha de las Obras completas de Unamuno, preparada y prologada por Ricardo Senabre. No terminó ahí la dedicación a la poesía del controvertido noventayochista pues compuso también un Cancionero con cerca de dos mil poemas, de difusión póstuma, que ocupará otro volumen de la mencionada serie.

El sustancioso y escueto prólogo de Senabre sostiene que la práctica totalidad de la poesía unamuniana es un diario. En ella -dice- habla el mismo que la escribe, pues "el yo poético y el autor son la misma persona". De ahí derivan, explica el prologuista, los "rasgos desconcertantes" de esa lírica, su originalidad formal y la diversidad de sus contenidos. A la luz de este certero dictamen se entiende mejor la singular peripecia de los poemarios de Unamuno en cuanto a su difusión y reconocimiento.

Los poemas del autor de Niebla produjeron extrañeza en su día y con ello vinieron no pocos reproches: sus versos, duros de oído, tienen ripios, malas aliteraciones, fallos de medida... Todo se debía a la peculiar poética del vasco -en su momento ya detallada por quien fuera discípulo suyo y gran conocedor de la obra, Francisco Ynduráin-, enemiga de los oropeles modernistas, adversa en principio a la fanfarria de la rima y entregada al logro de un secreto ritmo interior. Desde hace un tiempo, al contrario, han conocido un renacimiento palpable en la abundancia de reediciones: entre otras, la Poesía Completa (Alianza Ed.) en cuatro tomos preparados por Ana Suárez, una nueva estampación del copioso Cancionero (Akal), o La salida del Cristo (Espasa) cuidada con esmero ejemplar por Víctor García de la Concha.

La valoración ha dado un giro completo que llega a colocar la lírica por encima del resto de la labor del vasco. Esas supuestas limitaciones de ayer se entienden hoy como señas evidentes de una voz muy personal. Al cabo, la significación que José María Valverde atribuía a Miguel de Unamuno (al igual que a Machado), haber sido el gran poeta que no tuvimos en el siglo XIX, se convierte en la raíz de su modernidad y de su interés actual: la voz del polémico rector se remonta al romanticismo más profundo y depurado (Coleridge, a quien tradujo, o Bécquer) y aporta a nuestras letras mediante ese minucioso diario unos inhabituales timbres meditativos y antirretóricos, capaces de hermanar sentimiento y razón, cotidianeidad y metafísica.