Poesía

Almanaque

Carlos Barral

24 mayo, 2000 02:00

Cuatro ediciones. Valladolid, 2000. 340 páginas

Almanaque depara al lector multitud de sorpresas y, en concreto, una: la de la deficiente y unilateral lectura que de la poesía del 50 se ha hecho en la última década

"Irónico, provocador, inteligente, petulante, ingenioso y autodestructivo, Carlos Barral fue sobre todo uno de los más lúcidos escritores y más singulares críticos de la cultura" española de la segunda mitad del siglo XX. Este certero juicio de José Manuel Caballero Bonald, publicado en "Revista de Occidente" en 1990, es tan exacto que el paso del tiempo no ha hecho sino venirlo a confirmar. Desaparecido el personaje, que es lo único que murió con él, "la fascinante calidad" de su poesía y de su prosa crece por lo que tiene de insólita, de única, de rara y de lúcidamente personal. Conocido como editor y reconocido como memorialista de un tiempo oscuro, agrio y difícil, Barral fue, sobre todo, un interesantísimo poeta al que los lectores aún no han descubierto y al que la crítica todavía no sabe muy bien cómo clasificar.

La reunión de estas 56 entrevistas que, bajo el título de Almanaque, ahora se publican, quitará el hipo a más de uno y a no pocos los dejará poco menos que sin respiración, porque las declaraciones de Barral ponen de manifiesto lo que muchos, desde hace mucho, sospechábamos: que el 50 no es uno sino varios; y que, dentro de él, habitan y conviven poéticas de cuño y procedencia diferentes. Barral -que fue el primero de su generación en tratar la ciudad como protagonista lírico moderno- proclamaba, en 1953, en la revista "Laye", que "Poesía no es comunicación" y precisaba que la poesía lírica es "el resultado de la confluencia de la vida interior del poeta con la posibilidad infinita del idioma, -obrada por la voluntad de crear". También allí exponía que "el poeta ignora el contenido lírico del poema hasta que el poema existe" y, en 1971, explica que "Un buen poema está construido de tal modo que sea capaz de poner en movimiento la experiencia del lector, no la del poeta", porque suscita "no sólo experiencias vitales sino lingöísticas, cosa que no puede hacer una literatura que se mueva en el terreno del uso convencional de la lengua". Lo que explica su crítica a Gabriel Ferrater y a sus regresos a la poesía medieval: "Por ese camino" se va -dice- "a una poesía más que modesta, a una poesía generalmente mediocre". Para Barral, "la función de un poema es liberarse de una obsesión formulando una vivencia".

El pensamiento poético de Barral -al que se debe, entre otras muchas cosas, la aplicación latina y neoclásica del adjetivo urbano en un sentido próximo al que Santos Díez González, en 1793, lo había propuesto para la tragedia y el drama- es uno de los más ricos y productivos de la poesía española contemporánea, tanto por la coherencia y solidez intelectual de sus principios como por la voluntad de sistema que rige y determina su unidad. Barral está "en contra del dogmatismo estético y político en poesía"; cree que "la única identidad de una cultura es la lengua" y que "toda la literatura hispánica es una sola"; explica que el error de los autores del realismo social fue que "pese a que hacían literatura tan bien intencionada desde el punto de vista político y social, no supieron darse un adecuado instrumento expresivo, y se ha quedado la mayor parte como autores de una literatura mediocre" -opinión ésta, de 1965, que suscribirían y hacían suya todos los novísimos. Llama la atención sobre el hecho de que la cultura de los años 30 fuera toda "de ámbito básicamente académico", con todo lo que ello implica, y subraya que la de hoy "es menos aristocrática en tanto que ha dejado de ser académica y que ya no es una cultura que se produce orgullosamente bajo las togas"; denuncia el desarrollo de una industria editorial dedicada a la fabricación de falsos prestigios, que "no es que abunden más que antes" sino "que tienen mayor repercusión".
Para Barral, "los escritores son de izquierda o derecha", pero "la literatura, no". De ésta le interesa sólo la llamada "difícil", que es la que publica y en la que cree. Sostiene que "la poesía de la experiencia", tal como él la entiende, no dista mucho de "cómo definían la suya los poetas ingleses de los años 30" y la describe en los siguientes términos: como "una poesía que desarrolla un lenguaje personal, un nivel de elocución que resulta ser el único en el que yo me entiendo conmigo mismo". En 1968 indica que "la poesía de los próximos años" será "una poesía básicamente preocupada por el lenguaje, y con mucha mayor ambición estética" -en lo que no se equivocó- y, refiniendo a los poetas de su generación y a los siguientes, que son los novísimos, no duda en afirmar: "Estamos más cerca de los poetas que nos siguen que de los poetas que nos preceden". Y, en su caso, desde luego, es así: es "una poesía culta, llena de alusiones, de juegos etimológicos", "una poesía difícil", como él mismo reconoce. Almanaque depara al lector multitud de sorpresas y, en concreto, una: la de la deficiente y unilateral lectura que de la poesía del 50 se ha hecho en la última década. En este sentido la reunión de estos textos tiene un alto valor historiográfico, en la medida en que permite reconstruir las bases de su pensamiento y los registros de su historicidad.