El belvedere
Juan Bonilla
28 noviembre, 2002 01:00Juan Bonilla. Foto: Mercedes Rodríguez
Hablando irónicamente de sí mismo en tercera persona, escribe Juan Bonilla en la solapa de su último libro: "Unos aseguran que es buen narrador pero lamentable poeta. Otros dicen que como periodista es de lo mejorcito del panorama pero como novelista una nulidad. Alguno opina que sus artículos son basura pero salva algún que otro poema".A Juan Bonilla le hicieron famoso sus artículos que parecían cuentos y sus cuentos que parecían artículos, reunidos en libros como Veinticinco años de éxitos (1993) y El que apaga la luz (1994). La expectación despertada por sus novelas resultó siempre frustrada (los fragmentos aislados valían más que el conjunto), mientras que su poesía, basada en el ingenio y en la reescritura, parecía sólo una ocupación marginal.
El ingenio y la reescritura de material propio y ajeno siguen estando muy presentes en El belvedere. La actual sensibilidad ante el plagio le lleva a reconocer en una nota final casi todas sus deudas, para que no ocurra lo que sucedió con su anterior libro de poemas, Partes de guerra (1994), al que acompañó un falso escándalo por ciertos préstamos de Agustín de Foxá.
Pero sólo los escasamente informados, quienes conocen poco la tradición literaria, pueden escandalizarse por el reiterado uso de un procedimiento en el que Valle-Inclán fue maestro (y Fernando Ortiz, tan próximo a Bonilla en sus comienzos, un aventajado discípulo). Para quienes gustan de mirar entre bambalinas resulta apasionante comparar algunos de estos poemas con su anterior avatar literario: el comienzo de un capítulo de la novela Cansados de estar muertos en el caso de "Rutina", un artículo de La holandesa errante en el de "Para qué sirve la literatura", ambas obras del propio Juan Bonilla, o un epigrama de Calímaco. Copio éste último en la traducción de Luis Alberto de Cuenca: "Alguien me dijo, Heráclito, tu muerte y me brotaron lágrimas. Recordé cuántas veces vimos juntos la caída del sol en charla interminable. Y he aquí que ahora tú, en alguna parte, huésped de Halicarnaso, no eres más que vieja ceniza. Pero ellos sí, tus ruiseñores viven. Hades, que todo lo arrebata, jamás pondrá su mano sobre ellos". Juan Bonilla convierte esas líneas de prosa en el siguiente poema: "Alguien me dijo que Heráclito murió/y no supe evitar algunas lágrimas/recordando todos esos crepúsculos/compartidos por él. Ahora mi amigo es ya tan sólo un poco de ceniza,/pero en sus versos seguirá ondeando/el canto de los ruiseñores./La muerte, que todo lo enmudece,/jamás podrá acallarlos".
¿El cuaderno de ejercicios de un poeta más artesanal que inspirado este último libro de Juan Bonilla? En cierta medida, sí, y en ello radica buena parte de su encanto. Una ocurrencia ingeniosa está en el origen de bastantes textos, y el lector disfruta viendo cómo el autor la va desarrollando a lo largo del poema; es el caso de "El combate del siglo", que a veces (como ocurre en otros poemas largos del autor) parece querer regresar a la prosa.
En el peor de los casos, los poemas de Juan Bonilla tienen algo de trabajosas ocurrencias. Son producto más del aplicado literato que del poeta. El análisis de sus mecanismos, casi siempre a la vista, daría mucho juego en un taller de escritura. Constituyen el mejor antídoto para la vaguedad inspirada o el pegajoso confesionalismo de los adolescentes de cualquier edad.
Poemas memorables de El Belvedere: "Epitafio del enamorado" (que algo debe al pessoano Alberto Caeiro), "Epitafio del suicida", el poema que da título al libro, "Nihilismo y cuenta nueva" (sobre un verso famoso de Guillaume de Poitiers), "Misión y cuenta nueva", personal recuento de simpatías y diferencias... El autor muestra su preferencia por "La caracola", un texto que procede de un anterior libro suyo, Multiplícate por cero (1996), aparecido en una colección de poesía infantil, y ciertamente resulta notable su laboriosa construcción a la manera de las muñecas rusas.
La impertinente precocidad de Juan Bonilla, el deslumbramiento que sus primeros textos causaron en muchos lectores, le está pasando una costosa factura. Ninguno de sus libros parece responder a las desorbitadas expectativas que despertó el autor cuando escribía en suplementos provinciales o en minoritarias revistas literarias. Pero no nos engañemos: hay en los tanteos, presuntos fracasos, perpetuos borradores de Juan Bonilla bastante más talento que en tantos nombres tenidos como de primera fila y cuyas producciones se reciben con acrítica beatería.