Sin miedo ni esperanza
Luis Alberto de Cuenca
9 enero, 2003 01:00Luis Alberto de Cuenca. Foto: M.R.
A quienes consideran al poeta como un artista de circo que ha de hacer un diferente juego de manos en cada libro, sin duda defraudará un tanto Sin miedo ni esperanza, la más reciente entrega de Luis Alberto de Cuenca.No, no se ha vuelto metafísico, ni ha prescindido de la anécdota o del humor, según quiere la moda del momento. Los caminos que frecuenta son conocidos de títulos anteriores: aquí están los viejos mitos y la frivolidad contemporánea, el desenfado y la gracia, y una desolación, no sé si inédita, pero especialmente eficaz en esta poesía siempre cortés con el lector. En cada una de las partes en que se divide el libro hay algún poema memorable que basta para justificar el volumen. También ejercicios en los que Luis Alberto de Cuenca parece querer escribir "a la manera de Luis Alberto de Cuenca", sin conseguir otra cosa que agradables pastiches (a Luis Alberto de Cuenca se le lee con gusto incluso cuando no acierta demasiado).
En "Apariciones", título de la primera parte, destaca el desolado apocalipsis de "Sobre un tema de Böchner" y el tono coloquial con que se revisa un tópico clásico en "Homo homini lupus". La enumeración de "Irlanda" suena insistente y deliberadamente a Borges, pero si eso es un defecto al lector le importa poco (le aburre, en cambio, la lista de "Tebeos", de más privado interés). "El diablo enamorado" reúne los poemas de amor, algunos muy poco convencionales como el titulado "Otelo, Mosca y Gloria": "¡Qué estupendo triángulo amoroso formaban/Gloria, Mosca y Otelo: ellos ronroneándole/ a su niña adorada, ella loca por ellos!" En "La sirenita" la recreación de un cuento clásico sirve para contar una historia personal, que evita así la enfadosa confidencia. Hay también un brillante soneto y la recreación de un tópico barroco, "A Lucrecia, que lleva un reloj en su sortija de casada", y enumeraciones, variaciones, homenajes, y un poema final de conmovedora ingenuidad, "Buenas noches".
Pero quizá el más intenso poema de amor de los que se reúnen en este libro se encuentre en la sección siguiente, "Por las calles del tiempo", la más desesperanzada del conjunto. Me refiero al titulado "Estoy aquí", uno de esos poemas que se reiterarán en las antologías, que quedarán en la memoria, que volverán a la memoria cuando se haya olvidado su autor.
"Guardianes de frontera", "última luna" y "Navidad" son poemas que nos muestran a un De Cuenca que sólo los lectores más desatentos considerarán insólito: tras las máscaras y las citas, tras su frivolidad y su ortodoxia, hay un niño que llora ante el horror inexplicable del mundo. Sus poemas son también, como todos los que merecen la pena, "juegos para aplazar la muerte". Pero pronto se arrepiente el poeta de esas negruras, tan extrañas en él, y procura endulzarlas con librescos juegos de manos, como en "Celos" que comienza con el protagonista vagando por las calles de la duda y la sospecha y termina con la amada con-
vertida en "un mero fantasma/hecho de sombra y nube".
Otras veces el humor de las frases hechas le sirve para convertir en castillo de naipes verbales su desesperación: "Me quema la tristeza, esa tristeza/que es el emblema del linaje humano/y que hoy anda apagando cigarrillos/en mi alma. La cosa está que arde...". "Endecasílabos" se titula un poema, hermoso elogio a un verso que De Cuenca domina como un clásico que fuera estrictamente contemporáneo. Otro poema, el que termina el libro, es un canto a las imágenes: "Imágenes, imágenes, imágenes./Idílicas, obscenas, horrorosas./Más veloces que el viento, más estúpidas/que el dolor, la piedad y la traición...".
Luis Alberto de Cuenca, en este nuevo libro, que ni sorprende ni defrauda, sigue desdeñando el informe verso libre, las invertebradas confidencias y las vagas filosofías. Aunque sabe que ni con las imágenes de los sueños y los mitos, la música del endecasílabo (o del alejandrino) y la complicidad de las bibliotecas el "horror inexplicable" del mundo puede mantenerse a raya, él lo intenta incansable sin despeinarse ni perder la sonrisa. Y nunca se lo agradeceremos bastante los lectores.